sábado, 15 de julio de 2023

Cine analógico y digital

Ha habido muchos tipos de salas de cine: los cineclubs universitarios, las salas de arte y ensayo, la Filmoteca Nacional, las salas X, las salas de estreno, los cines de barrio, los multicines, los cines IMAX, los cines Megaplex, los autocines, los cines al aire libre… no sé si me dejo alguno. Durante un tiempo fueron tendencia las películas en 3D. Te daban unas gafas que al salir depositabas en un cajón. Seguramente las habían usado docenas de personas durante días. Mi única experiencia con el 3D fue en un IMAX durante una actividad extraescolar con alumnos de Bachillerato. Muy desagradable. Varios dinosaurios se te echaban encima con las fauces rugientes. Unas filas detrás, un grupo de niños de primaria (¿a quién se le ocurriría la brillante idea?) aullaron despavoridos, algunos salieron al galope con los maestros detrás, otros, paralizados de terror, lloraban sin consuelo. ¿Qué les contarían a sus padres? Probablemente nada. Me regalaron por mi cumpleaños las gafas 3D para televisión y la película Avatar. La verdad es que no era para tanto ni las unas ni la otra. La moda pasó con más pena que gloria, aunque la tecnología Meta parece haber retomado el invento.   

Lo cierto es que el cine analógico de butaca, olor a humanidad y palomitas, aunque sobrevive languidece. Las salas de cine, sea cual sea su modalidad, son un espacio social en declive por más abonos, días del espectador y subvenciones que pretendan reflotarlo. Es abrumadora la competencia con las plataformas de pago. Muchas salas cerraron para siempre durante la pandemia, mientras que las suscripciones a las plataformas crecían. Hay películas de estreno en sala que a las dos semanas están en pago por visión. Especialmente las ganadoras de los óscar, globos de oro, premios Goya y festivales de moda. Las grandes productoras invierten en productos dirigidos a la televisión. Por lo demás, la oferta de series, películas y documentales es prácticamente ilimitada.

He disfrutado del cine en casi todas las salas, pero hay tres de las que tengo un recuerdo especial. Los últimos cursos de carrera viví en el Colegio Mayor San Agustín. Tuve la suerte de formar parte del equipo directivo del cineclub, uno de los mejores, lo digo con modestia, que había en la Complutense. En gran parte porque disponía de una amplia sala, una generosa pantalla y una cabina de proyección moderna. Además, contamos con el apoyo inicial de la Dirección para sacar adelante el proyecto. Después nos financiamos, incluso logramos unos beneficios que nos permitían contratar películas más exclusivas. Sin renunciar a la calidad, evitábamos las indigestas de arte y ensayo que espantaban al público. Pasábamos, por ejemplo, Amarcord, pero no la gilipollesca El año pasado en Marienbad. Cada domingo por la tarde completábamos el aforo. El equipo constaba de un tesorero (alumno de económicas), un diseñador de los carteles anunciadores (alumno de arquitectura), dos proyeccionistas (alumnos de ingeniería), dos cinéfilos que proponían las películas (alumnos de Bellas Artes) y un bibliotecario (alumno de Filosofía). Una furgoneta del Colegio se hacía cargo de la recogida y devolución de los rollos de celuloide a la distribuidora. Los contratabas por veinticuatro horas; si el lunes no los habías devuelto tenías que pagar un día más. Colaboré en la creación de una biblioteca básica y fui el encargado de la redacción de la hoja con la ficha técnica de la película y un comentario que se entregaba al entrar. Algunas críticas revisadas las he incluido en un estante del blog. Varios asistíamos con demasiada frecuencia a la Filmoteca Nacional, el Cine California, en la calle Andrés Mellado. Acabamos empachados de copias en blanco y negro subtituladas. Los estudios se resentían. En mi caso dedique durante tres cursos tanto tiempo a la historia del cine como a la historia de la filosofía.

Rebobino. Tengo un recuerdo imborrable del cine de verano en Cuenca. Cursaba el Bachillerato en el instituto Alfonso VIII hace océanos de tiempo. Se llamaba el Cine Palmeras, en la calle José Cobo y hace decenios que es historia antigua de una ciudad que ya no existe, como nosotros. La sesión comenzaba con la fresca a las diez de la noche en un patio arbolado, con filas de sillas de madera sin numerar por lo que convenía ir con tiempo para coger sitio junto a los amigos. Entradas asequibles. Nuestros padres preferían tenernos allí a buen recaudo hasta la una de la madrugada antes que andar como burros sin amo trasegando cañas o vinazo barato de tapón de plástico y volver chispados a escondidas. Comenzaba la sesión con el Nodo: el último pantano inaugurado por el caudillo y los goles del Real Madrid en Europa; a continuación, un par de tráileres de las próximas películas y un intermedio sin carteles de visite nuestro bar (no había) o prohibido comer pepitillas (uno de los alicientes del Palmeras). Era el momento de estirar las piernas, charlar con los colegas y saludar a las chicas del instituto femenino, muchas hermanas de los amigos. Luego una peli de aventuras donde los buenos son muy buenos y los malos muy malos, Sandokán, El árbol del ahorcado, o bien una española con entretenidos asuntos patrios y final feliz, Los tramposos, Las chicas de la Cruz Roja. Los comentarios picantes en voz alta y algún regüeldo con oficio eran parte de la velada. Saludables risotadas. Las palomitas eran sustituidas por la cena que nos habían preparado en casa: tarteras con tortilla de patatas, filetes empanados y pimientos fritos, todo regado con gaseosa limonera de La Eufrasia, otra marca conquense de aquellos instantes felices de la vida en provincias.

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