Adoro a los Reyes Magos. Son el símbolo de lo mejor de
mi niñez, de la imagen irrecuperable de un mundo bien hecho, de la inocencia y
la ausencia del mal, por eso me aferré a su creencia hasta que me salió el bigote.
Escribía la carta con detalles de orfebre, caligrafía de cuaderno, frases
cortas, sujeto, verbo, predicado y la lista numerada del uno al cinco por orden
de preferencia. Torcía el gesto la gélida tarde que mi abuelo me llevaba a
Galerías Preciados a entregársela en mano al rey que me tocaba al final de la cola.
¿Era negro el negro? Tras dársela a un paje de rostro desteñido y ojos famélicos
que la depositaba en un arca, me subía en sus rodillas, me daba un beso vinoso,
me acariciaba el pelo con manos de guante sobado y me preguntaba lo mismo que
al niño anterior (mil veces ciento, cien mil; mil veces mil, un millón):
te has portado bien, has sido obediente, has hecho los deberes… presentía la
impostura y no era el único de la fila. ¡Aquí huele a camello! Soltaba
de pronto algún madrileño castizo. Risotada general y caras largas en la pareja
de guardias municipales. Al fondo, dos bellas azafatas de azul y rojo a las que
mi abuelo no perdía de vista se miraban divertidas.
De noche la cabalgata de Reyes en la Gran Vía
madrileña: las carrozas de sus majestades escoltadas a caballo por la guardia
civil con uniforme de gala, fuegos artificiales, fanfarrias y caramelos,
aplausos y vítores, el preludio de una genuina fiesta española (a salvo de la invasión
xenocéntrica del viejo barbudo con gorro colorado, ho, ho, ho) cuya única
pega es la fecha demasiado cercana a la vuelta al cole.
En casa, al lado del árbol navideño colocaba mis zapatos nuevos, agua para las monturas, mazapán y polvorones para el séquito real… pasaba la noche en duermevela, al amanecer saltaba de la cama y estremecido abría la puerta del salón, lo mismo que hago ahora en un gesto que me devuelve a los sueños felices de la infancia.
Cito la única alusión que encontramos en el Nuevo Testamento, Mateo 2:1-12. Unos Magos que venían de Oriente llegaron a Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido? Porque hemos visto su estrella en el Oriente y venimos a adorarlo. A partir de esta escueta referencia han corrido ríos de tinta. Pero no estropeemos la celebración con exégesis bíblica. Son más distraídas las anécdotas.
Un amigo mío se presentó la noche mágica a las tantas
en su casa con tres amigos disfrazados de Reyes. La experiencia fue frustrante:
los magos paralizados al ver el pavor de los pequeños recién sacados de la cama;
los niños en un rincón abrazados a la falda de su madre; el padre, sin el video,
fuera del escondite templando gaitas, la madre furiosa al percatarse
de la gracia. La sorpresa terminó mal porque nadie está preparado para recibir
a los Reyes en pijama.
Recuerdo mi peor experiencia como rey mago. Mi hijo llevaba
dando la murga desde hacía meses con un futbolín que había visto en una tienda
de juguetes. La caja medía metro y medio. Cuando por fin doblaron, la abrí
optimista decidido a montarlo. Tenía infinitas piezas en bolsas de plástico y
las instrucciones en chino. A las tres de la madrugada, todavía sin encajar el rompecabezas, los oí hablar, despiertos por mis juramentos en arameo. Su madre los
devolvió a la cama antes de que entraran en el salón y nos pillaran in media res con la amenaza de que los reyes sólo vienen cuando los niños
están dormidos.
Los Reyes son las madres y una de las cumbres de la maternidad. La mía
tenía el arte de combinar lo esperado con lo insólito. Dominaba la puesta en
escena: juguetes fuera, cajas multicolores para hacer bulto, globos y
serpentinas, villancicos, todo distribuido con un admirable horror al vacío. Cuando
ya crecidito me asaltaban las dudas sobre los Reyes me convencía: ¿En
serio, crees que nosotros hemos podido comprar todo esto? Y abarcaba con sus
manos la Navidad.
También mi mujer ha sido los Reyes Magos. Yo me he limitado a enredar en la mañana del seis de enero con el tren eléctrico, el coche con mando a distancia, las construcciones por piezas, el barco pirata, mientras que mi hijo escandalizado la armaba porque los dos queríamos el mismo juguete. Al final “él miraba y yo le enseñaba el funcionamiento”. Mi hija se indignaba porque no jugaba con ella a las comiditas, ¿son innatos o aprendidos los juguetes de género? La madre nos miraba con ternura. Los hombres nunca maduramos, por eso seguimos con lágrimas en los ojos el rastro de la estrella de oriente.
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