domingo, 19 de octubre de 2025

Viajes

 

Mientras escuchaba a Serrat en su mejor álbum el poema de Machado “Las moscas” me sobrevino un motivo para reencontrar la memoria de las edades del hombre: los viajes durante la infancia, la adolescencia, la juventud dorada y esa segunda inocencia de la generación de los 50-60, los boomers. Viajar, escribe Descartes en la primera parte del Discurso del método, consiste en estudiar el gran libro del mundo para adquirir experiencia, observar otras costumbres y, sobre todo, pensar en uno mismo.

De niños viajábamos en vacaciones a la casa heredada del pueblo o a la capital donde vivían los abuelos. Lo cierto es que la partida y el retorno eran lo mismo en sentido cartesiano. Los padres nos imponían sin concesiones a la evolución natural un mundo hecho a su imagen y semejanza. El resto era silencio. Cada vez que cogíamos el correo tempranero, con aquel inconfundible olor a carbonilla y paradas interminables en medio de la nada para comprar barquillos; o AutoRes, el coche de línea en el que nos mareábamos en las tortuosas carreteras nacionales; o el Seat mil quinientos con tarteras surtidas de tortilla, pimientos, filetes empanados y termos de agua del grifo para ahorrar parada y fonda… cada vez, decía, un inextricable laberinto patriarcal nos envolvía con sus ídolos. Los padres de los años sesenta no se ocupaban (o no sabían ocuparse) de sus hijos; una educación sentimental que tenía el inconveniente de convertirnos en huérfanos emocionales, náufragos a la deriva, y la ventaja de dejar nuestras tiernas mentes llenas de dudas y curiosidad. Sólo los primos y amigos mayores y, sobre todo, las lecturas nos dejaban entrever que existían otras formas de inteligencia emocional en el planeta.

Pero pasemos a la adolescencia. El primer vuelo fuera del nido coincidía con el final de los estudios de Bachillerato, sexto y reválida, cerca de la mayoría de edad, sobre todo si repetías curso, algo entonces posible. En el viaje que me tocó en suerte fuimos en un autocar contratado por el centro a Toledo, al Monasterio de Piedra y Andorra. Por supuesto, la movida era solo para hombres. Había un instituto masculino y otro femenino. Un ritual de transición donde cambiábamos la tutela parental por la profesoral, ambas autoritarias, aunque algo cambiaba para bien. En esa imprevisible etapa de la rebeldía adolescente éramos capaces de sortear las repleta agenda de visitas culturales que trataban de endosarnos como pretexto del viaje. Mientras Don… abrumaba en la hermosa girola de la catedral de Toledo con sus prolijas explicaciones a una audiencia cazada a lazo, otros abordábamos en la Plaza de Zocodover a unas niñas de un colegio de monjas con chaqueta azul y falda escocesa. Ningún profesor nos pidió más tarde explicaciones por la ausencia. También en este caso lo menos es más. Un amigo mío mantuvo correspondencia con una de aquellas muchachas en flor durante seis años sin que volvieran a verse. Ni siquiera el autor de Pepita Jiménez hubiera podido imaginar algo tan poético e inocente. Entonces, al revés que ahora, sólo iban a las discotecas las parejas terciadas, los recién casados y algún caballero de gracia, mientras que los bachilleres en ciernes nos quedábamos en la pensión, tras pasar lista, con la intención de jugarnos las pesetas a las siete y media y bebernos dos botellas de vermut que habíamos colado de matute. Al terminar la partida, en la que me esquilmaron, nos fuimos cada cual a su habitación doble o triple. Era el tiempo de las confidencias a medianoche. Mi colega, medio beodo, me dijo con voz entrecortada cuando estaba a punto de dormirme que por fin me iba a contar lo que tantas veces había anunciado (y que además de imaginármelo me importaba un bledo). Asentí con un gemido, pues ninguna fuerza de este mundo hubiera podido impedir que lo largara… Me incorporé como impulsado por un resorte. El muy cerdo estaba enamorado hasta los calcañares de la misma chica que yo y la pérfida daba pie vagamente a sus oscuras intenciones (luego supe que era mentira), lo cual no se permitía conmigo ni en los sueños más optimistas. Lo puse en mi lista negra y no me dormí hasta convencerme de que era metafísicamente imposible que aquel ángel de amor pudiera darle cuerda a semejante memo. Diez años después supe que se había casado y separado de un piloto de Iberia. Me la encontré en un parque con dos encantadores niños rubios y la misma mirada. L'amour est un oiseau rebelle. En el Monasterio de Piedra, un entorno a la vez agreste y artificial, comprendimos lo lejos que nos sentíamos del lado de nuestros padres. Y todo lo que recuerdo de Andorra son ciertos sentimientos teológicos asociados a los valles pirenaicos, la única calle del principado y una radio barata que sonaba alto y claro en el almacén y enmudeció para siempre en cuanto nos marchamos.

El siguiente viaje coincidió –por imperativo biográfico- con el final de la carrera. Ocho amigos de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid (las amigas, los ligues e incluso las novias dijeron que nones a compartir tiendas de campaña) decidimos, al igual que los peregrinos del “Grand tour”, conocer Italia. La memoria involuntaria se detiene un instante en el camarote del barco que nos llevó junto con los coches desde Barcelona a Génova y el bocadillo de jamón que nos zampamos en el camarote antes de acostarnos; el puerto recoleto de Rapallo donde Nietzsche al amanecer se sentaba a escribir su Zaratrustra, el césped brillante del conjunto románico de Pisa, la luz otoñal de la plaza de Siena, las pizzas de Guido, las callejuelas de Venecia al anochecer, la Arena romana de Verona, las cálidas aguas del Lago di Garda, el camping Michelangelo a las puertas de Florencia y la maravillosa iglesia bizantina de San Vital de Rávena a orillas del Adriático, un viaje que decidió por mí, la nueva forma de contemplar las cosas.

¿Qué decir de los viajes de la gente mayor? Estoy de acuerdo con Levi-Strauss en que es preferible una sola experiencia etnográfica bien hecha a numerosas observaciones dispersas. Por eso prefiero concentrar mis fondos para viajes en uno sólo proyecto internacional al trimestre pero bien planificado: Berlín, Viena, Oslo, Nápoles; un hotel confortable, vuelo regular, museos sin obligaciones, paseos sin prisas, desplazamientos en taxi, gastronomía decente y tiendas sin regateos. A mi edad el cuerpo sólo me pide alegrías. Por eso desde que me jubilé evito los viajes en grupo del INSERSO a Mallorca, Benidorm y el Parque de Doñana. O los de la Comunidad de Madrid al extranjero. Quien no debe no vive. Así pues, cuando llegue el día del último viaje (y el tiempo se me acaba) espero morir como he vivido: por encima de mis posibilidades. Después de todo qué es la vida sino un costoso viaje…

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