miércoles, 13 de noviembre de 2024

Historia de las ideas políticas

 

Cuando se filtraron los últimos borradores de los curricula de la LOMLOE aconsejé a algunos veteranos asesores del Ministerio de Educación, a los que todavía trataba, que sopesaran la posibilidad de ofrecer en Segundo de Bachillerato con el mismo rango académico una Historia de las ideas políticas como opcional a la asignatura de Historia de la filosofía, obligatoria en todas las modalidades. Ambas serían impartidas por el departamento de filosofía. Obviamente, la propuesta de mantel blanco y huevos rotos no prosperó; seguramente ni siquiera llegó a la burocracia del castillo. Cuando la hice (y la mantengo) no pretendía presumir de aurúspice ni de consejero áulico retirado, sino mostrar el alarmante desinterés de los jóvenes preuniversitarios por las teorías de los maestros pensadores, por más que los aguerridos docentes traten de enseñarles su vigencia. Algo, en el fondo, anacrónico, aunque aprovechable con matices. Lo cierto es que estamos rodeados de filosofía por todas partes, pero nadie se da por aludido. Tenía razón Antonio Gramsci cuando afirmaba que todos los hombres son filósofos, en tanto que la filosofía es una concepción del mundo ineludible, que está contenida en el lenguaje, las ideas, el sentido común o las creencias religiosas.

Es evidente que sobrevolaba en las aulas un creciente desapego por la asignatura de Historia de la filosofía; que la mayoría de los alumnos elegían Historia de España en las pruebas de acceso a la universidad; que se estaba produciendo entre los jóvenes una alarmante deriva hacia el nihilismo en todos los ámbitos de la razón práctica, incluso una manifiesta aversión hacia la política y los políticos. Tampoco en las altas esferas ministeriales había una especial estima por la materia en cuestión. Es algo parecido a lo que ocurrió con las lenguas clásicas. La diferencia es que los filósofos constituyen un eficaz grupo de presión temido por el gobierno de turno porque saben transmutar las legítimas causas gremiales en argumentos humanísticos que comportan incómodas críticas y arrastran votos. 

En todo caso, lo más preocupante era y es la distancia cada vez mayor entre la política real y la filosofía social y política. Y la razón por la que una asignatura sobre las ideologías modernas y contemporáneas podría resultar atractiva a los alumnos tanto por su actualidad, su interés circunstancial y generacional, como por la posibilidad de acortar la escisión entre ambos mundos mediante la comprensión de los principios teóricos que los unen. Un ejemplo a favor de esta propuesta sería la exposición resumida de las tres concepciones de la democracia liberal. Algo que nos concierne más que el hilemorfismo aristotélico, el yo pienso cartesiano o las categorías de Kant.

El original y genuino pensamiento liberal es el liberalismo progresista de Bentham y, sobre todo, de Stuart Mill (del cual he escrito una breve monografía con fines didácticos). Además de preservar las libertades civiles de pensamiento, conciencia y expresión, defiende la autonomía creadora del individuo y la supeditación del legítimo interés individual a la utilidad general; la mejor decisión política es la que produce la mayor felicidad para el mayor número. Mill calificó su pensamiento de liberalismo social (algo muy próximo a la socialdemocracia), sostuvo que el Estado debe intervenir cuando es preciso proteger a la sociedad de la desigualdad y los abusos de la iniciativa privada; incluso fue partidario de una economía mixta, privada y pública por este orden.

El liberalismo conservador o liberalismo económico de Adam Smith, Ricardo y Malthus se fundamenta en una economía de mercado donde el Estado es un mero árbitro de las leyes naturales de la libre competencia que por sí mismas producen la mayor felicidad para el mayor número. La nueva figura antropológica, el homo economicus, busca por una inclinación universal, inherente a la condición humana, el interés individual o egoísta e identifica la felicidad con el bienestar material, es decir con la posesión y disfrute de bienes que dependen, en última instancia, de la cantidad de riqueza acumulada o capital. La felicidad puede, por tanto, ser cuantificada.

Los antecedentes del neoliberalismo hay que buscarlos en el darwinismo social de Herbert Spencer, las políticas económicas de Keynes y, posteriormente, de Milton Friedman y la Escuela de Chicago. En la actualidad es el resultado de la globalización, el flujo de capitales, la deslocalización de las grandes corporaciones, el impacto imprevisible de las nuevas tecnologías y el progreso indefinido de la tecnociencia. Para el neoliberalismo radical -un fantasma que recorre el mundo- la política debe ser sustituida por la economía; dicho de otro modo, o los políticos son meros gestores del capital industrial y financiero o no son nada, de ahí el debilitamiento del liberalismo social en las democracias representativas y el papel secundario o el descrédito de los políticos profesionales, víctimas en demasiadas ocasiones de su identificación con los poderes fácticos que representan. El fin último y el único criterio ético-político del neoliberalismo es alcanzar el éxito económico. Para el neoliberalismo radical el fin justifica los medios (frase que Maquiavelo nunca pronunció); la diferencia es que mientras el Príncipe buscaba el bien común y la cohesión social, los medios legítimos que utiliza el neoliberalismo pueden ser irracionales y falaces. En el neoliberalismo conviven tres formas paralelas de organización social que siempre llegan a encontrarse: la real, la virtual y la posfactual. La posfactual maneja un eficaz repertorio de estrategias: la cancelación, la posverdad, los bulos, las falsas noticias, el populismo y el relato. Toda una constelación de influencers se dedican a promover el delirio colectivo. Ahora los hechos no se constatan ni se interpretan, se fabrican. Se trata de promover un nuevo orden antipolítico cuyo nombre, una vez que se quitan los andamios, los europeos conocemos de sobra

martes, 29 de octubre de 2024

Pantallas digitales

 

Comienza el martes de un ejecutivo medio, soltero empedernido, de una gran empresa. Tiene cuarenta años y vive solo. La radio reloj despertador digital se activa a las ocho de la mañana con un aria de los tres tenores, por ejemplo, Nessun dorma. En la mini pantalla se puede ver la fecha y hora, la temperatura, la humedad relativa del aire y la presión atmosférica; hay más iconos, pero los ignora porque sólo hojea el manual de instrucciones en el retrete. Cuando acaba el aria el dispositivo se conecta con la cadena radiofónica seleccionada o el resumen de noticias de la tecnológica preferida. Después un poco de ejercicio tonificante en una bicicleta estática con un monitor que muestra en una cuadrícula doce parámetros biométricos. Por supuesto, los memoriza desde el día que la probó en la tienda. Finalmente, cepillo dental eléctrico con indicador de tiempo y modo, afeitado y ducha (¡al fin solo!).

Enciende el móvil de empresa para descargar los primeros mensajes y wasaps del día; la mayoría son imperativos amables de arriba para que unos flecos estén resueltos anteayer. Ha sustituido el móvil personal por un reloj inteligente que, además de todas las funciones, te notifica en su esfera multicolor la frecuencia cardiaca, la capacidad aeróbica, el oxígeno en sangre, las calorías gastadas y las horas de sueño. Además, mide la distancia de la bola a la bandera en el campo de golf. Desde anoche hay muy poco en la bandeja de entrada, un Tik Tok ultra, dos intentos de estafa y los buenos días del pelmazo de siempre. Un colega del trabajo, crítico consigo mismo, le ha contado que su nieto de dos años le pone el móvil en las manos en cuanto lo encuentra aparcado en cualquier rincón de la casa. Un día sin móvil, diario de un náufrago, piensa el soltero que escribe relatos cortos los fines de semana.   

Los martes y jueves, teletrabajo. Abre el portátil de empresa vinculado al departamento al que está adscrito, producción y contabilidad. Según las conclusiones sociológicas, el teletrabajo obliga, si se quiere rematar la faena, a echar más ladrillos a la carretilla por el mismo precio. Normal: una oficina de interacción virtual es más lenta que una presencial. En una plataforma de empresa siempre hay alguien que te pone en cola melódica, otro se escaquea y sugiere que todavía no han llegado los informes, otro no abre el correo, otro se ha ido a desayunar, otro está de baja, el jefe en un congreso… En términos de la teoría de la comunicación hay demasiado ruido entre emisor y receptor.

A las diez de la mañana suena el telefonillo del portal; desde el videoportero contesta al casco de un repartidor que se ha equivocado de piso. Cuando regresa a la plataforma tiene un e-mail: el director ejecutivo avisa que esta tarde a las cuatro hay una reunión con el departamento de ventas para una puesta en común. El ponente, experto en mercadotecnia, utiliza una pizarra digital interactiva Smart para analizar las diferencias estratégicas con la competencia a partir de las tendencias y demandas de los distintos segmentos del consumo. Sigue una tormenta de ideas, opiniones sutiles, propuestas innovadoras que acabarán en la papelera de reciclaje. Unas breves palabras por videoconferencia del consejero delegado desde el piso catorce (donde se toman las decisiones) ponen fin al evento. En ningún país avanzado de Europa los empleados vuelven a su casa a las ocho o más de la tarde. A las cinco dejan caer el lápiz y estampida.

Cuando sube al coche para volver a casa, la interfaz del panel de control le indica mediante imágenes y sonidos la línea de salida de la plaza de garaje. Algunos coches de gama alta incorporan en la parte trasera una pantalla de entretenimiento multimedia para reproducir audio y video. Al abrir la puerta de su casa desactiva la alarma que dispone de una cobertura angular de videocámaras conectadas a la central de seguridad. Se prepara una cena sencilla. Deja para los domingos, cuando invita a los amigos, el robot de cocina con visor web incorporado que abre la página de recetas donde puede elegir el plato principal y seguir las instrucciones de pesos y medidas con precisión matemática. Después se relaja en el sofá del salón y hojea rápidamente en su tablet los titulares de la prensa. Dedica más tiempo a la cobertura de las fuentes seleccionadas por las tecnológicas. Le interesan sobre todo las noticias insólitas, los buques de guerra, los escándalos de la gente guapa, la informática de divulgación, las monedas virtuales, las majaderías de los políticos y el incurable sectarismo futbolero. Termina con los espectaculares semidesnudos de las influencers y la belleza rotunda de las novias (o esposas) de los deportistas multimillonarios. Es el momento de encender la Smart TV 4K QLED de 65 pulgadas para seguir un nuevo episodio de su serie favorita en una plataforma de streaming. Su ultra definición permite ver la realidad mejor que la realidad (cuando entran en un museo lo destrozan). Después, llega el momento de irse a la cama. Retoma su e-book Kindle por la página donde se había quedado, un estudio sobre la Inglaterra Victoriana que le produce un sopor invencible antes de un cuarto de hora. ¡Qué soledad sin colores! Apaga la luz y se duerme con la radio puesta hasta las tres de la madrugada. La apaga, se da media vuelta y mañana será otro día. ¿Son los sueños también una pantalla? 

P.D.1 Recuerdo las excelentes gachas con torreznos de la única taberna de un pueblo de la Serranía de Cuenca (venden con santo y seña un feroz aguardiente de fabricación casera). Pero, sobre todo, recuerdo un admirable letrero bien visible al entrar: No tenemos Wifi. Hablen entre ustedes.

P.D.2 (En mis frecuentes horas de insomnio pienso que la pantalla digital en todas sus variantes es el primer soporte de la triada del espíritu absoluto sin Hegel: la inteligencia artificial, los visitantes de las estrellas y el reencuentro con Dios).

domingo, 20 de octubre de 2024

Sobre la posverdad

 

El descrédito actual de la política proviene de la conspiración constante contra la verdad, la certeza, la opinión y la duda, sustituidas por la falsedad, el error, la ignorancia y la mentira. En esto consiste la posverdad. Es como si en un caso de Sherlock Holmes lo que realmente importara fueran los rumores tabernarios por la ausencia de pistas, las conjeturas apresuradas de la prensa, el cierre en falso del obtuso Lestrade que no se entera de nada o las raquíticas teorías de Watson que apenas rascan la superficie de los hechos.

La posverdad surge por la desinformación intencional y la desmemoria crónica de los presuntos implicados; o al revés, por la negación de la evidencia en casos de corrupción que se ocultan tras las interminables garantías procesales de un poder judicial polarizado. También la favorecen los pesebres ideológicos de los tertulianos, las fabulaciones de los ignorantes mediáticos (el famoso “relato”) que se abren paso a codazos para medrar, las cortinas de humo de las noticias calientes que se venden (en el doble sentido de la expresión) y las declaraciones de encefalograma plano de los políticos profesionales. Lo que aparenta ser la verdad es más decisivo que la verdad. Un retorno a la caverna de Platón: lo que cuenta son las sombras vacilantes que se proyectan sobre la pared y los ecos confusos de las voces que resuenan en la gruta.

Son varios los elementos que intervienen en la proliferación de la posverdad. De entrada, la psicología de masas: en “posmodernidad” o “posindustrial", el prefijo post se refiere a algo que, aunque ha ocurrido, está superado; alude a ciertos hechos brumosos no del todo negados, pero ahora irrelevantes, desbordados por los nuevos escenarios nacionales o internacionales. Es algo que la memoria colectiva debe dar por concluido, condenado al olvido porque ha sido desplazado por nuevas realidades inmediatas y más urgentes: de ahí que se hable de verdad posfactual. La sustancia de la verdad posfactual es precisamente que la verdad no importa. Es agua pasada y el cauce está seco.  Ex nihilo nihil. De la nada no proviene nada. Por tanto, se refutan los no hechos y se crean otros nuevos para adecuarlos a los intereses partidistas del momento. 

El abuso de la posverdad ha propiciado la indiferencia colectiva, cuando no el desapego a la política. Las escenas a las que asistimos en los debates parlamentarios del Congreso con un hemiciclo descontrolado y sin rumbo es un prueba de la eficacia del modelo. Su objetivo es el desprestigio de cualquier boceto de democracia normalizada. Estamos ante el caldo de cultivo de ideologías prefacistas. El primer paso es utilizar de forma torticera las libertades del Estado de derecho, en especial la libertad de expresión: demagogia populista, vacíos flagrantes, desmentidos infumables, teorías de la conspiración, desvergüenzas maquilladas. También el aluvión en las redes sociales de bulos y farsas, intrigas inventadas y, sobre todo, las campañas de manipulación emocional perpetradas al milímetro por los laboratorios de ingeniería de la conducta al servicio de la posverdad.

Llevan razón los que afirman que la política actual tiene cada vez más un carácter orwelliano. Se trata de fabricar una posverdad para cada problema político. Se cambia la noción misma de “hecho”. Los hechos ya no se interpretan, sino que se construyen. Como en la célebre novela de Orwell el pasado puede ser simplemente eliminado de la historia y sustituido por otro. Los protagonistas de lo que no ocurrió por decreto posfactual son “vaporizados”. La pantalla que vigila a todas horas, el ojo del Gran Hermano, es una modesta bisabuela de los modernos métodos telemáticos de control y distribución de la información. Cabe temblar ante las posibilidades distópicas de la inteligencia artificial. Nunca el totalitarismo ha estado tan cerca de las democracias occidentales. Ha caducado el principio fundacional del utilitarismo liberal-progresista (Bentham-Stuart Mill) o liberal-conservador (Adam Smith-Ricardo) que sentó las bases de las democracias representativas: Es bueno lo que sirve para proporcionar la mayor felicidad al mayor número. Se ha impuesto la ley del interés del “pensamiento único” y el darwinismo social. El ascenso profesional, el beneficio económico y la hegemonía política se consideran la ley natural desde la antropogėnesis y algo inherente a la condición humana. Hay un principio de la lógica clásica que afirma que de lo falso se sigue cualquier cosa. La conclusión es que nadie tiene la menor idea de lo que nos espera ni siquiera a corto plazo. ¿Tiene la política nuevas reglas que Maquiavelo no pudo imaginar? Es evidente que sí: la posverdad.

domingo, 13 de octubre de 2024

Teorías pragmáticas de la verdad 2. Bentham

 

La segunda teoría pragmática que abordamos es el utilitarismo ético de Jeremías Bentham (1748-1832). En su principal obra, Introducción a los principios de la moral y la legislación, afirma que La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el gobierno de dos regidores soberanos, el dolor y el placer. Sólo a ellos les corresponde señalar y determinar lo que debemos hacer. Por un lado, la norma de lo correcto e incorrecto, el estandarte del bien y el mal, por el otro, la cadena de causas y efectos sujetos a su trono. Ambos nos gobiernan en todo lo que hacemos, en todo lo que decimos, en todo lo que pensamos.

Es una reflexión crucial porque nos señala, por una parte, lo que debe ser (las normas y los valores éticos) y, por otra, el ser (las causas y las consecuencias empíricas de la conducta). El punto de unión o síntesis entre los valores morales (ética) y los motivos empíricos de la acción (psicología) es el principio de utilidad cuya propuesta es que se debe en cualquier circunstancia maximizar el placer y minimizar el dolor. El utilitarismo identifica lo bueno en sentido ético con lo útil en sentido pragmático: son moralmente buenas las acciones cuyas consecuencias contribuyen a aumentar el placer y disminuir el dolor. La felicidad o infelicidad personal es la diferencia matemática entre ambos. En su obra describe las fuentes del placer y del dolor: físicas, materiales, públicas, morales, intelectuales, espirituales; también sus factores o propiedades: intensidad, duración, certeza, proximidad, pureza… El problema de una ética de las consecuencias es que aquello que en principio nos produce placer puede acabar por producirnos dolor y viceversa, lo que hace difícil predecir el final de la cadena. Bentham, consciente del conflicto, apeló al cálculo preciso de los eslabones intermedios que nos permita anticipar la felicidad a largo plazo.

Obviamente el utilitarismo no puede tener un significado meramente egoísta pues la búsqueda exclusiva del placer individual supondría un conflicto entre intereses particulares que haría inviable la felicidad de todos al poner en peligro la convivencia y la existencia misma de la sociedad civil. La institución que permite hacer compatible la felicidad individual y la colectiva es el derecho. Bentham transita de la psicología a la ética y de esta a la política. El utilitarismo consiste, finalmente, en alcanzar la mayor felicidad posible para el mayor número de personas. Es decir: la felicidad colectiva depende del buen funcionamiento social. No hay que olvidar que Bentham era ante todo un destacado jurista formado en el Queen’s College de la Universidad de Oxford. No obstante, nunca se interesó por el ejercicio profesional de la abogacía pese a las importantes ofertas públicas y privadas que recibió. Sus obras son ante todo tratados reformistas de amplio alcance para la filosofía del derecho. También en su principal obra proponía que todo acto humano, norma o institución, deben ser juzgados según la utilidad que tienen, esto es, según el placer o el sufrimiento que producen en la mayoría de las personas. Bentham, igual que Marx, no era el prototipo del filósofo clásico; no pretendía construir un sistema teórico, sino influir directamente en la organización social mediante la formulación de normas jurídicas aplicables a las leyes de una nación. Su objetivo último, la parte más especulativa de su obra, era crear un código completo de derecho utilitario que abarcara todos los ámbitos de la sociedad. Hay que resaltar la considerable influencia que tuvo en toda una generación de políticos, economistas e intelectuales de su época. Su propia casa se convirtió en el lugar de reunión y debate de las teorías utilitaristas.

De las tres grandes tendencias que han abarcado la filosofía del derecho, naturalismo, positivismo y eticismo, hay que incluir a Bentham en la última. Criticaba la ley natural como una superstición religiosa (como Marx era ateo) y al derecho natural como una justificación del absolutismo monárquico; consideraba absurdo el iusnaturalismo de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano aprobada por la Asamblea Constituyente francesa en 1789, según el cual las normas jurídicas se siguen de un conjunto de principios morales, universales e inmutables que la razón descubre mediante el análisis de la condición humana. No son derechos naturales sino históricos (coincide también con Marx), pero mientras para Marx el derecho es una ideología burguesa al servicio de la clase dominante, en Bentham es la garantía de un Estado constitucional y representativo. Asimismo, enfrentado al positivismo conservador de la legislación inglesa de su época, que rechazó casi todas sus reformas legales, no admitía que el derecho fuera una mera técnica o práctica especializada en sí misma ni justa ni injusta cuya finalidad sería regular eficazmente la vida social sin más consideraciones.

Según Bentham, el derecho debe estar fundado en una aritmética moral que permita calcular racionalmente la cantidad de placer y dolor que nos proporcionan las acciones, proyecto que nunca concretó. El utilitarismo ético está estrechamente unido a la versión más noble de liberalismo político que culminará en la obra de su discípulo Stuart Mill. Bentham fue un firme defensor de los derechos y libertades individuales, en especial de la libertad de expresión, la economía de mercado, la redistribución de la riqueza, la separación de la Iglesia del Estado, la igualdad entre el hombre y la mujer, el derecho al divorcio, la despenalización de la homosexualidad, la abolición de la pena de muerte y cualquier forma de castigo físico; fue, incluso, uno de los primeros defensores de los derechos de los animales. Su ideario, como el de Stuart Mill, es más parecido al de una socialdemocracia avanzada que al de los liberales clásicos que, al final, son muy poco liberales.  

lunes, 7 de octubre de 2024

Teorías pragmáticas de la verdad 1. Marx

 

A lo largo de la historia de la filosofía se han expuesto diversas teorías de la verdad: correspondencia, verificación, desvelamiento, proceso, perspectiva, intuición, comprensión, consenso, realización práctica. Esta última es la denominada teoría pragmática de la verdad; analizaremos tres: el marxismo, el utilitarismo y la posverdad.

Marx sostiene que el hombre es ante todo un ser práctico y la praxis, es decir, el trabajo o la producción material, su principal actividad. La actividad productiva es el fundamento objetivo del conocimiento y la condición misma del hombre; es más, la ciencia o la filosofía no existen ni puede ser entendidas como algo abstracto sino como saberes de control y dominio. Los filósofos no han hecho más que interpretar de diversos modos el mundo, pero de lo que se trata es de transformarlo. (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach XI).

Marx atribuyó la primacía errónea del hombre teórico sobre el práctico en la filosofía clásica a la omisión del trabajo como principal categoría antropológica y a una visión equivocada de la historia. No existe, según Marx, una naturaleza humana universal. El hombre es un ser cuya naturaleza consiste en las relaciones sociales y económicas que contrae a lo largo de la historia: el esclavo griego, el siervo feudal, el artesano de los gremios de las primeras urbes, el proletario de las fábricas de la revolución industrial no tienen nada esencial en común... Asimismo, la historia no puede ser interpretada como una sucesión de fechas, hechos y protagonistas (positivismo), ni la acción imaginaria de unos sujetos imaginarios, una especie de gigantomaquia de los conceptos (idealismo), sino como el desarrollo y superación necesaria de los modos históricos de producción (idea extrapolada del finalismo racionalista o teleología de la historia de Hegel).

En las primeras civilizaciones, Asiria, Mesopotamia, Egipto, Persia, y en la antigüedad grecorromana el trabajo se tenía por una actividad propia de esclavos; en la sociedad feudal como una ocupación propia de siervos y en el capitalismo inicial del siglo XIII, en el ocaso de la Edad Media, como un quehacer característico de los estamentos inferiores. Por el contrario, la actividad contemplativa o teórica era una ocupación elevada propia de las clases superiores y de los hombres libres... La dialéctica del amo y el esclavo como figura de la autoconciencia en la Fenomenología del espíritu de Hegel fue decisiva en esta revolución historicista y economicista del pensamiento de Marx. La evolución de los momentos y figuras del espíritu en el sistema hegeliano se invierte en Marx en la superación de los modos históricos de producción. La conclusión de la historia en Hegel, el espíritu absoluto, se convierte en Marx en el paraíso socialista puesto que la contradicción entre las fuerzas productivas (clase obrera y ley de la miseria creciente) y el modo de producción capitalista conducirá inevitablemente al estadio final de la auténtica sociedad humana.

Por tanto, el problema de la verdad encuentra su solución definitiva en la praxis. No es posible resolverlo mediante disquisiciones abstractas, sino en la práctica social. El problema de si al pensamiento humano se le puede atribuir una verdad objetiva no es un problema teórico sino práctico. Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento. La discusión sobre la realidad o irrealidad del pensamiento aislado de la práctica es un problema puramente escolástico. (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach II). En la praxis, en la producción de bienes mediante la transformación de la naturaleza y de las condiciones materiales de la existencia, quedan resueltos los desafíos teóricos de la ciencia y la filosofía además de superados los enredos contemplativos de la metafísica. Todos los misterios que descarrían la teoría hacia el misticismo, encuentran su solución racional en la práctica humana y en la comprensión de esta práctica. (Karl Marx, Tesis sobre Feuerbach VIII).

También la realización ética del hombre depende de la praxis. Mediante la praxis se establecen las condiciones del trabajo, de la producción material de la vida colectiva de la que depende la felicidad o el infortunio del individuo. Momento en el que Marx pasa del concepto de praxis al de alienación, puesto que las relaciones sociales y económicas que los hombres contraen en un determinado estadio de la historia pueden resultar reificadas o desrealizadoras. El concepto de alienación (y el de conciencia infeliz) también proceden de Hegel. Alienación significa escisión, extrañamiento en lo otro, exteriorización del sujeto o enajenación como perdida de la propia vida. En todas las formas de alienación (económica, política, religiosa, ideológica, social), el hombre como existencia (autoconciencia en Hegel) deja de ser sujeto de sus propios actos, que ya no le pertenecen ni le hacen feliz, para ser controlado por fuerzas externas ante las que se siente extraño a sí mismo. La principal forma de alienación, además del origen de las demás, es la económica: en ella el sujeto se contrapone a las leyes generales de la economía capitalista, las cuales actúan frente a él como fuerzas superiores e incontrolables, con unas leyes propias que desposeen a la praxis de su dimensión ética, creadora, consciente y realizadora de la vida humana.

En el posfacio a la segunda edición alemana de El capital Marx define su método como dialéctico. Al hacerlo, reconoce explícitamente a Hegel como el primero que supo exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de movimiento. Pero, a la vez, deja claro que mi método dialéctico no sólo es completamente distinto del método de Hegel, sino que es, en todo y por todo su antítesis […] Lo que ocurre es que la dialéctica aparece en él invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho, ponerla de pie, y en seguida se descubre bajo la corteza mística el fundamento racional.

miércoles, 2 de octubre de 2024

La Junta de Evaluación

 

Una de las experiencias más tensas como profesor de Bachillerato la sufrí en la evaluación final de un Curso de Orientación Universitaria de la entonces modalidad de Ciencias Sociales. Ocurrió dos años antes de jubilarme y me confirmó la presión agobiante que la comunidad educativa (delegados, tutores, junta directiva, asociación de padres e incluso la inspección) ejercía sobre el profesorado para que los alumnos aprobasen todas las asignaturas y pudieran presentarse a las Pruebas de Acceso a la Universidad (cuyos dadivosos criterios de calificación merecen un capítulo aparte). Las sinrazones de esta deriva creciente son, entre otras, el pánico a las estadísticas del fracaso escolar entre aquellos que dirigen el gobierno plurinacional con vistas al bien común (plagiando a Tomás de Aquino); la obligación de escolarizar por ley a todos los adolescentes y, a la vez, evitar el nudo gordiano de una multitud varada que repetiría curso si se aplicaran unos procedimientos de selección más rigurosos; o la inflación de títulos universitarios de nueva creación bajo demanda que, por muy devaluados que estén, siempre ayudan a encontrar un puesto de trabajo en la jungla del mercado laboral.

Sobre las cuatro de la tarde se reunió la Junta de Evaluación en un aula de la tercera planta, la más tranquila, con la asistencia obligatoria del Jefe de Estudios en una tarde sofocante de finales de Mayo. Estalló la tormenta cuando se produjo un efecto dominó de aprobados raspados a una alumna… excepto en mi asignatura.

Su recorrido académico en Historia de la Filosofía era el siguiente: sólo se presentaba a las pruebas de recuperación que eran asequibles y previsibles, y, sin duda, menos complejas que los exámenes oficiales de Selectividad propuestos en cursos anteriores. No pasaba del dos benevolente: escribía poco y lo poco que escribía eran vaguedades y errores. Además, había un examen final de mínimos por evaluaciones suspensas (en su caso todas) o dicho de otros modo, se respetaban las aprobadas por curso. Comenzó tal prueba de dos horas a las doce de la mañana de un lunes según el calendario fijado por el centro. Cuarenta minutos después la citada alumna no había comparecido. Se presentó con una hora de retraso, se disculpó con no recuerdo la excusa y me pidió el examen. Varios alumnos ya se habían ido y llevado con mi permiso las hojas impresas con los textos y preguntas de las tres evaluaciones para comprobar, comparar y preparar, dijeron. Obviamente, una cosa es la desconfianza, otra el sentido común y una más jugártela por una bagatela. Le dije a la alumna que le quedaba una hora y le di un examen distinto, pero de la misma dificultad (siempre llevo suplentes por si acaso). En menos de media hora se levantó, me entregó el examen y se despidió. Allí mismo lo corregí y era más de lo mismo: vaguedades y errores. No se molestó en pedir la revisión a la que tenía derecho en día y hora.   

Volvamos a la Junta de Evaluación: al arreciar las presiones para que la aprobara porque era la única asignatura que le quedaba les referí con detalle lo antedicho. Añadí que si lo hacía tendría que aprobar por evidente justicia equitativa a todos los alumnos suspensos de los dos cursos del COU donde daba clase. Contratacaron en mayoría: déjalo entonces en manos de la Junta de Evaluación y así te quitas un peso de encima (justo lo contrario de lo que pensaba). La Junta, dije, no tiene competencias legales para aprobar o suspender a un alumno, esa facultad corresponde exclusivamente al profesor de la asignatura. Intervino el Jefe de Estudios: el acta tiene que estar firmada mañana. No por mí, dije; mañana temprano podemos consultar a la Inspección de zona sobre las posibles soluciones al callejón sin salida en que estamos metidos; y así zanjé el asunto. Exigí, además, al tutor que reflejara literalmente en el acta la sesión, haciendo hincapié en mi posición al respecto. Dicho, hecho y rubricado por todos.

Tuve noticias (esperadas) a los dos días tras hacerse públicas las notas definitivas de los grupos del COU: la primera, que el acta había sido firmada y validada legalmente por un tercero lo cual se me comunicó por escrito. La segunda, que los padres de los alumnos suspensos, tras reclamar por escrito al tutor como exige el protocolo, acudían en tropel al Departamento de Filosofía a la hora de las reclamaciones para increparme por haber aprobado a la susodicha y dejado a sus hijos con parecidos deméritos en la estacada. Les leí pausadamente el acta de la sesión, así como la notificación posterior, recomendándoles que se dirigieran a la Junta Directiva para informarse más a fondo. Nunca supe quién fue el tercero abajo firmante. Ningún alumno insistió en la evidente asimetría. Nadie volvió a pedirme explicaciones. Y mucho menos mi conciencia. 

lunes, 23 de septiembre de 2024

La clase de religión

 

La reivindicación explícita o implícita, eclesial o ilustrada, fideísta o humanista de la enseñanza de la asignatura de Historia Sagrada (en sentido estricto no es historia) en las aulas públicas suscita de inmediato tres cuestiones: quién: es decir, qué docentes la van a impartir; cómo: o sea, qué método se va a utilizar; y para qué: a saber, cuáles son los fines u objetivos que se pretenden alcanzar. En este caso prefiero soslayar las explicaciones sistemáticas, “hegelianas”, y responder a este triple asunto desde mi experiencia personal con la asignatura de religión.

Estudié hasta el segundo curso de bachillerato en un Colegio Salesiano. De los once a los trece años. No dudo que ahora sea distinto, no lo sé, pero en aquel tiempo todas las asignaturas eran, en el fondo, Historia Sagrada. La Historia de las civilizaciones (también por supuesto la de España) era una versión simplificada de la agustiniana Ciudad de Dios; la Física tenía como premisa la ley natural tomista y las cinco vías, la literatura se convertía en una caza de brujas mal explicada y así sucesivamente… Además, zurraban. La clase de religión era una preparación para los ejercicios espirituales trimestrales donde nos aterrorizaban con las llamas del infierno y la muerte en pecado mortal esa misma noche. Nos confesábamos tres veces al día. Al final me despidieron junto con otros díscolos por incompatible con el ideario del centro. Cuando me prepararon la encerrona en el despacho del director apuntalado por el jefe de estudios, mi padre, harto de la tragicomedia, tardó menos de diez minutos en mandarlos al cuerno con cajas destempladas. Después me echó la bronca del año con retiro de la paga y trabajos forzados por no saber comportarme en un colegio de curas. Lo único cierto, en eso coincidíamos, es que no enseñaban nada.

Proseguí en un instituto de enseñanza media (ahora secundaria). Tuve dos profesores de religión. El primero, Don Ramiro, párroco que tuvo que salir por pies tras embarazar a una de sus fieles, me pareció el más sensato. Llegaba con su reluciente sotana a clase. Tomaba asiento con parsimonia y pasaba lista (diez minutos), nos indicaba la página del libro de Historia Sagrada donde nos habíamos quedado y nos obligaba a repasar el tema durante media hora mientras leía su misal y se hurgaba en la nariz a fondo. A los que dábamos la murga nos llamaba a su lado y sin levantar la vista del Libro de los Salmos nos aplicaba unos pellizcos feroces en brazos y piernas. Después nos sacaba a la palestra y nos hacía repetir lo que habíamos repasado, en realidad, leído por primera vez, con mayor o menor aplicación. No comentaba nada durante la “exposición” (sospecho que no escuchaba por su gesto impasible ante ciertos disparates) y al final nos ponía a ojo de buen cubero, según le caías ese día, de notable para arriba. El segundo profesor de religión fue Don Anselmo, un coadjutor de otra parroquia que se lo tomaba más en serio. Recuerdo sus clases como una fiel representación de las procesiones de Semana Santa. Se centraba exclusivamente en el Nuevo Testamento, nada de judeocristianismo, ni siquiera de cristianismo, pues son muchas las iglesias, confesiones y sectas desde los Padres de la Iglesia; sólo la doctrina oficial católico-romana en versión del régimen. En clase, a imitación del método medieval, nos largaba una lectio doctrinal que hacía bostezar a los abrigos colgados en las perchas; seguía una quaestio en la que nos exigía nuestra opinión sobre lo que había dicho; había que mojarse sí o sí. Por supuesto, teníamos buen cuidado de responder lo que sabíamos de sobra que quería escuchar. Cuando le preguntábamos dócilmente sobre el misterio de la Trinidad y otros curiosos enigmas del dogma, por ejemplo, las parejas del arca de Noé, se avinagraba y decía que no lo entenderíamos, aunque nos lo explicara (pienso que él tampoco lo entendía). Por supuesto, cualquier alusión a la virginidad de María era considerada anatema bajo pena de excomunión, expulsión y cero. Un imprudente colega le soltó que según su padre el hombre provenía del mono. No me extraña que lo diga, sentenció Don Anselmo. Los exámenes eran una suerte de interrogatorio inquisitorial donde había que andar con pies de plomo si no querías que te situara a la izquierda del Padre celestial y del tuyo. La mejor forma de que te dejara en paz, de ser oveja y no cabrito, era hacerte monaguillo y ayudar a decir misa al párroco de la Iglesia a la que pertenecía el coadjutor. Lo cierto era que aquel tejemaneje litúrgico nos parecía divertido. Al final nos aprobaba a todos por imperativo social.

Para aprobar la asignatura de religión en la Universidad, una de las llamadas marías, pasé por el trance farisaico de entregar un trabajo de diez folios (copiado de una enciclopedia) sobre las Cartas de San Pablo y una entrevista con el cura donde se clareaba que no las había leído, aunque al buen señor le daba lo mismo. Le pagaban para poner el visto bueno en el certificado, no para crear problemas donde no los había.

Por último, en el Instituto de Enseñanza Secundaria donde trabajé antes de jubilarme compartí cordialmente Departamento por falta de espacio con dos profesores de religión (uno era del atleti, otra religión). Vestían pantalones de pana y jersey azul marino y respondían con naturalidad a mi curiosidad sobre sus clases. Muchas diapositivas, visitas al Prado, errores en los péplums de romanos, fragmentos bíblicos comentados sin afán de adoctrinar, preguntas abiertas a la interpretación personal: en fin, una excelente puesta en escena de la asignatura de religión católica elegida por aquellos alumnos que, o bien pretendían eludir las mínimas exigencias de la materia alternativa, ética, o bien procedían de familias con firmes convicciones religiosas. Nada que objetar excepto que en los centros públicos no se deberían impartir clases de religión con el dinero de todos. Para eso está la catequesis (algo que, por lo demás, nunca les dije).