El mundo se
divide en dos… uno de los dualismos recurrentes del genial western de
Sergio Leone El bueno, el feo y el malo que completo a mi manera: los
ordenados y los desordenados.
Según la Biblia, En el principio, cuando Dios creó los cielos y la
tierra, reinaba el
caos y no había nada en ella. Una contradicción puesto
que lo más ordenado que puede pensarse es la nada absoluta. Para la ciencia, el mundo natural está ordenado de forma determinista según las leyes de la
física clásica, es predecible según el paradigma relativista e incierto,
incluso imprevisible, según la mecánica cuántica. La escisión ontológica entre el
mundo clásico y el mundo cuántico es cada vez más asombrosa. Alicia en el País
de las maravillas. Y queda lo mejor: la aplicación de la computación cuántica a
los futuros algoritmos de inteligencia artificial. Cualquier sistema de
encriptación podrá ser descifrado en segundos. Ya pueden guardar sus ahorros
debajo del colchón.
Más difícil todavía, como en el
circo, es aplicar el dicho dualista a las personas. Para empezar, uno no es
ordenado toda la vida. He sido desordenado hasta los dieciocho años, aunque
ahora encuentro en el orden una fuente de ventajas, incluido el orden de los
conceptos, como reza el título del inefable manual de lógica del teólogo
Jacques Maritain; sobre todo sé dónde tengo las gafas de leer, el móvil y las
llaves ahora que la memoria me empieza a jugar malas pasadas como ir a la
cocina y al llegar no saber a qué. ¡Saca la basura, me apuntan! Todavía no he vetado en mis conversaciones familiares la expresión “te acuerdas de”, pero hay
recuerdos a los que asiento perdido en el vacío por no alarmar a nadie. Además
la memoria a largo plazo, la que suele funcionar mejor con la edad, es la
facultad más desordenada que existe. Sus saltos en el tiempo, sus acrobacias de
trapecista si red, son a veces agradables y otras nos recuerdan lo que nunca
debimos hacer, consentir o impedir.
Tampoco el orden es un rasgo invariable
de la personalidad. Nadie es siempre ordenado por una predisposición innata o
adquirida. Orden y desorden conviven sin pautas fijas según una ética de
circunstancias. Au Bonheur des Dames: se
dan casos de mujeres muy ordenadas, pero nunca en todo. Tres ejemplos: el
armario ropero, el mueble del baño y el bolso. Vamos con el último. Nunca he
comprendido cómo utilizan las señoras el bolso. De acuerdo, son bonitos,
elegantes, exclusivos, pero también son causa de disgustos y discusiones. Suena
el móvil de profundis. Tras una búsqueda frenética entre invectivas
por fin aparece cuando la llamada se ha perdido. En realidad nada grave, aunque
lo mejor es quitarse de en medio y evitar consejos o ironías (¡los bolsos
tienen compartimentos y nunca cambian de sitio!). Otro drama. Las llaves del coche están en
ignorado paradero hasta que aparecen en un ángulo oscuro del bolso. A
veces, la búsqueda requiere un volcado completo. Además del monedero y la
cartera se esparcen sobre la mesa ingentes cantidades de papel caduco: un
comprobante bancario de hace tres años, la garantía medio borrada de una
plancha que hace tiempo se tiró al punto limpio, una fotografía de su hijo que ya es padre cuando
hizo el Erasmus en Lyon, una multa del coche anterior… En fin, todo un derroche
de memoria histórica. La única explicación es que se trata de un efecto
secundario de la probada eficacia femenina para hacer varias cosas a la vez,
mientras que los varones son incapaces de llevar el carrito de la compra mientras
se comen un helado de cucurucho porque se les cae al suelo antes de dos minutos.
Más de caballeros. Habla,
memoria. Un compañero, excelente persona, gestor probado como directivo del
centro, una cabeza en la que cabía toda la educación reglada, ¡odiaba a muerte
los ordenadores! Hace mil años nos matriculamos juntos (por imperativo legal)
en un curso a distancia del Ministerio de Educación sobre Internet y las nuevas
tecnologías.
- Me meto en esto para no
parecer demasiado paleto, me dijo con evidente apatía. A la semana
siguiente le pregunté si había enviado al tutor del curso los ejercicios de
correo electrónico. Si quieres te echo una mano le dije presintiendo el olvido
motivado.
- He mandado el curso a tomar por… estalló
indignado. ¡Para decir "Hola" a tu abuela tienes que estudiarte dos
tomos! Prefiero ir a verla y echarnos un rosario. Lo persuadimos, lo ayudamos,
lo mimamos y la cosa salió adelante. Recuerdo que una tarde fui a su casa a
explicarle como se configuraba una transferencia de archivos a un servidor
remoto (el último tema). Tras la interminable apertura de su ordenador me
caí al suelo rodando de risa (él después). ¡Era un cajón de sastre! El
escritorio estaba saturado de enlaces a ninguna parte, carpetas con el mismo
nombre unas dentro de otras hasta tres niveles, muchas vacías, archivos imposibles
de abrir, pitidos, alertas y otros desmanes. Posiblemente estaba de virus hasta
el cuello. Además tenía un pistolón enorme que su hijo le había enchufado al
ordenador porque se había aficionado a matar marcianos. Pero lo mejor del curso
fue la traca final. Una noche estaba con el pijama puesto, dispuesto a
tragarme El Larguero, cuando sonó el teléfono.
- No puedo conectarme a la red,
me dijo mi colega angustiado. He hecho todo lo que dice el manual y nada. No
puedo enviar el ejercicio final que hicimos ayer en tu casa y
hoy termina el plazo.
Durante una hora repasamos por
teléfono los procedimientos. Todo en orden. Hasta que un relámpago iluminó las
tinieblas.
- ¿Has conectado el cable del
ordenador a la roseta del teléfono? La risa interminable de los dioses sonó al
otro lado de la línea. En fin, mi amigo iba por delante de la mecánica cuántica:
internet por telepatía.
Tampoco coinciden necesariamente
en la misma persona el orden externo y el interno. Uno de mis admirados
maestros, catedrático pata negra de enseñanza media, siempre trabajaba entre un
enjambre de apuntes desperdigados, libros tirados por el suelo y una inundación
de notas sobre la mesa, pero encontraba (y encajaba) todo al instante.
El caso más notable que conozco de armonía perfecta entre desorden interno y externo fue el de mi colega de campus y conocido de primera, el Tatas, ciudadano de la imperial Toledo. Dos hijos. Su madre, una beata anclada en dogmas medievales y supersticiones de segunda mano, adoraba al mayor, un modelo de vida ejemplar (la gente se cambiaba de acera cuando lo veía), mientras que al Tatas no le hacía ni puñetero caso. El padre, un tipo autoritario y amargado, al revés, le dedicaba toda su atención… para abrumarlo con sus monsergas, sacarlo de sus casillas y humillarlo. El Tatas estudiaba filología inglesa en Madrid y vivía en un piso de sus padres en Aluche porque así se lo quitaban de encima. Sólo fui una vez. Ya en el portal sentí el tufillo. Cuando abrió la puerta un olor insoportable me echó para atrás. Debí largarme pero entré por el motivo más fuerte de los homínidos: la curiosidad. Lo que vi me dejó tieso. ¡No tiraba la basura en meses! La montaña de desperdicios llegaba al techo (¡no exagero!). Pero el toque maestro del Tatas era su ars bene vivendi. Había instalado una tienda de campaña en el salón anclada con tacos al suelo. Allí comía (calentaba el laterío y cocinaba los guisotes con un camping gas) y dormía en un saco mugriento. Finalmente, tras varias semanas, denunciado por el vecindario atufado intervino la policía municipal. Su madre, al ver el paisaje, sufrió una crisis nerviosa que requirió ambulancia y el padre sencillamente lo echó de casa. Dejó los estudios y acabó en Ibiza dedicado a la hostelería y me consta que allí ha prosperado y amanece que no es poco.
Dejo para mejor ocasión otras formas del orden: el orden establecido, la gente de orden, el orden en las aulas, el orden arquitectónico e incluso el orden sacerdotal.






