En el convite
nupcial de una sobrina política nos asignaron por familia la mesa número 12, Balcón
de Europa, a cuatro matrimonios jubilados. Boomers. A mi derecha se
sentaba Jaime, primo segundo y profesor universitario de economía financiera
lejos de Madrid, al que solo trataba de boda en boda. Durante una parte
inevitable de la cena me había dedicado a esquivar con diplomacia vaticana las crudas
opiniones políticas del resto de mis parientes, gente de orden, mediante
términos como “diálogo”, “respeto”, “colaboración”, “pactos de Estado”, todos
sospechosos de sanchismo simulado. Imposible con esa gente, primero
que se vayan fue la respuesta unánime. Como no me gusta discutir y menos
que me sacudan, el resto fue silencio. Resulta cada vez más difícil ser un
viejo y entrañable liberal en esta España nuestra.
Me había fijado que durante la cena Jaime había empinado el codo con prudente mutismo sin entrar al trapo de disputas vanas y respuestas sobradas. Al desperdigarnos de la mesa después del reparto de puros me acerqué curioso a mi primo para pedirle su opinión sobre el problema crónico de la corrupción nacional. Mero tanteo en medio de las albricias alcohólicas, servilletas al viento y cantos adaptados a la pompa y circunstancia. Tras aparejarnos un gin-tonic, lejos del fragor de la zona del baile, me contestó, con cierta ironía, que en una economía de mercado una cantidad aceptable de corrupción es necesaria para lubricar los engranajes del sistema. Los mercados deben constatar que existe un margen estable de estrategias no declaradas, de atajos no aceptables pero aceptados que les faciliten abrir y cerrar con éxito un número crucial de inversiones, operaciones y negocios. Es más, añadió, los derechos humanos son el soporte ideológico del capitalismo industrial y financiero. Aunque políticamente incorrectas, estoy convencido de que la mayoría de los comensales de la mesa número 12 hubieran sonreído cómplices ante ambas afirmaciones.
Eran lo suficientemente intempestivas como para pedirle que me las explicara un poco más. En el fondo son lo mismo, dijo. La ley de oferta-demanda, dogma del capitalismo desde Adam Smith, supone que la libre competencia entre privados establece las condiciones óptimas del mercado y la máxima utilidad social. La famosa mano invisible según la cual la suma de los legítimos intereses individuales determina el máximo beneficio colectivo sin la intervención del Estado. Obviamente, el liberalismo económico precisa el soporte constitucional del liberalismo político propio de las democracias representativas cuya inspiración literal es La Declaración Universal de Derechos Humanos. Sería más preciso decir de algunos derechos humanos. Todo esto es muy conocido, concluyó.
El problema es
que la ley natural de la oferta y la demanda es falsa. La única ley que
rige los mercados es la acumulación de capital, no la competencia responsable.
El capital industrial y financiero sabe que la libre competencia y la no
intervención del Estado, es decir, la propuesta fundacional del librecambio de dejar
hacer, dejar pasar, el mundo va por sí mismo no sirve para aumentar los
beneficios, mejorar la balanza de pagos y alcanzar una posición dominante. Al
revés, para lograr tales objetivos es preciso buscar métodos de competencia
irregulares con la complicidad de la clase política, es decir, del Estado. Del
rey abajo todos.
Hablemos, pues,
de la corrupción de los políticos, prosiguió Jaime tras darle un tiento a la
copa, aunque es evidente que hay otros tipos. La prevaricación, la malversación,
los sobres, los sobornos, el tráfico de influencias, el uso de información
privilegiada, las puertas giratorias… Muy conocido también. Lo que me interesa
es el proceso que lleva a un político a dejarse corromper. Primera etapa: la
corporación, la empresa o la entidad bancaria tientan al representante electo que
podría agilizar lo suyo con maletines repletos, cuentas en Suiza o jugosas
canonjías. Una vez que el implicado está presto al intercambio se suceden tres
figuras jurídicas de la conciencia corrupta: la legal, la alegal y la ilegal.
En todas, el político se rodea de una corte de abogados que le asesoran. Es
decir, le dicen lo que quiere oír a cambio de un buen precio o de una
participación en el premio gordo.
En la legal le
aseguran que sus componendas caben dentro de dos estrechas líneas paralelas que
limitan lo que el código penal considera admisible. Adelante con los faroles.
Lo cierto es que mientras sean paralelas el embrollo funciona, pero en la
primera curva descarrila con estruendo en medio de las portadas digitales y de
papel.
En la alegal lo persuaden,
tras largas deliberaciones en restaurantes de moda y encuentros exclusivos, que
el tejemaneje que se trae entre manos permanece en un limbo legal. No hay,
según ellos, legislación vigente que lo prohíba y lo que no está prohibido está
permitido. Brillante sofisma que no tarda mucho en esfumarse. Las tertulias
del bando contrario se frotan las manos por las mañanas.
En la ilegal, le
sugieren que el momio no es del todo transparente y podría haber tropiezos
legales. Aunque no hay que preocuparse. El desliz es tan leve que el juicio sería
de primer curso de derecho. Además, al tratarse de un personaje tan influyente, es prácticamente
intocable. Error de codicia. En la época del periodismo político de
investigación el tropiezo se convierte en una caída desde un quinto piso, el desliz
en un escándalo que promete una serie de varias temporadas.
Los tres casos suelen acabar igual: un desfile de imputados, investigados, encausados y procesados.
Jaime volvió la mirada hacia los recién casados que bailaban felices. La
pregunta que nos quema la lengua, dijo, es cuantos se salen con la suya.