Para Carmen y Emilio
Tuve la oportunidad de visitar el Palacio Real después de las fiestas navideñas. Un familiar que trabaja en Patrimonio Nacional nos consiguió entradas para uno de esos recorridos guiados más largos de lo normal. La vez anterior, después de sufrir una cola interminable, al fin entramos por una puerta y salimos por la otra… al cuarto de hora.
Tuve la oportunidad de visitar el Palacio Real después de las fiestas navideñas. Un familiar que trabaja en Patrimonio Nacional nos consiguió entradas para uno de esos recorridos guiados más largos de lo normal. La vez anterior, después de sufrir una cola interminable, al fin entramos por una puerta y salimos por la otra… al cuarto de hora.
Estas son algunas de mis impresiones
dispersas de la residencia oficial del rey; gruesas pinceladas, incluso
erróneas, que no pretenden en ningún caso sustituir al folleto para turistas
que se compra en la tienda.
Para empezar, nos encontramos con una
mañana espléndida, plena de sol invernal, de esa luz transparente y uniforme
que brilla en la piedra centenaria, de esos cielos altos y generosos que sólo pueden
contemplarse en Madrid. Nos acompañó una excelente guía, historiadora del arte,
enlace entre el palacio y el Museo del Prado, entendida y amena. Le pregunte un
par de cosas fuera del guión y sus repuestas fueron más que satisfactorias (las
tengo anotadas).
Desde el centro del Patio de Armas se
abarca con una mirada histórica el conjunto (el segundo más grande después de Versalles,
135.000 metros cuadrados y 3.418 habitaciones): el trazado, la fachada principal, la catedral
de la Almudena. Si nos imaginamos los jardines de Sabatini y del Moro, la Plaza de Oriente y el Teatro Real podemos
admitir que los palacios son una de las pocas ventajas del
absolutismo. Obviamente pateamos una parte mínima a pesar del enchufe. Los palacios eran ciudades autónomas. Hasta los obispos y banqueros iban
a servir al rey (como en la canción). Recuerdo la novela de Galdós La de Bringas, cuyos personajes son
funcionarios de Isabel II que viven en las plantas superiores.
No había que salir del palacio para conseguir amantes, la real diversión
(entre otras razones porque no había televisión ni internet). Eran célebres las
salidas de reyes y duquesas disfrazados de artesanos o sirvientas en busca
de carne joven. La vertiente populista de la nobleza siempre se ha revelado en
la cama. Una leyenda europea que se prolonga hasta nuestros días. Hacer el amor
y la guerra era compatible. El resultado, una prole de bastardos azulones que
poblaba los claustros. Mientras los nobles cazaban, compraban espejos y
porcelanas, la gente se moría de hambre. Pero no sigamos por este camino…
Es magnífica la doble escalera de
mármol de la entrada diseñada por Sabatini,
de escalones bajos para
que pudieran subir sin resollar los obesos cortesanos y embajadores gotosos.
Tienen menos interés los frescos de la bóveda del adulador Sachetti,
especialista en apoteosis de la monarquía, triunfos de la iglesia y gestas de
los tercios. Traspasamos la escalera flanqueada por los bustos de Felipe V, el primer rey borbón,
e Isabel de Farnesio, su segunda esposa.
Impresionante la bóveda del salón
del trono (que son dos para la reina y él). Nueva versión laudatoria de La
grandeza y el poder de la Monarquía Española en los frescos de Tiepolo, de
más altura que los de Sachetti. Actualmente los reyes de España reciben al cuerpo
diplomático (sea esto lo que sea) en
este espacio lleno de bordados y terciopelos, alfombras mullidas, relojes mágicos
y arañas de cristal. Nos explicó la guía que los tronos no se usan por razones
de protocolo constitucional (“los reyes se sentirían muy incómodos si tuvieran
que hacerlo”, apuntó.). Dicho sea de paso, yo no me creo la rumorología salaz ni las intoxicaciones sobre los turbios negocios
del rey. No soy monárquico (en realidad no soy nada) pero tales infundios
obedecen en mi opinión a una vieja campaña de la derecha franquista (o sea, la derecha) que nunca le
ha perdonado su talante parlamentario ni su papel de parachoques en el 23 F.
Deslumbrante el salón Gasparini, con
su decoración rococó a la chinoiserie,
realizada por Matías Gasparini (otro italiano en la Corte). La idea procede del
gusto orientalista tan de moda en el siglo XVIII como contrapeso al culto a la razón.
El techo y las paredes con relieves alusivos es un prodigio de imaginación pequinesa. El suelo
original es pasmoso, la lámpara un tesoro de cristal. Fue una pena no ver en
funcionamiento los autómatas del reloj de la chimenea vestidos con trajes de época. Nos contó la guía que se necesitan
varios especialistas para mantenerlo. Si se entera el gobierno, adiós
presupuesto. En este punto, por la palabra fluida de la experta, se fueron amontonando
a nuestro alrededor gente de toda suerte y condición; mejor para ellos, sólo
que no cabía un alfiler y copaban los mejores sitios. Protestas, petición de
credenciales y desbandada del pueblo llano. Muy propio de la sociedad estamental.
El gran salón de banquetes es el
resultado de la unión de tres estancias. Como cuando hacemos obras en nuestra
casa para añadir a la cocina el pasillo de la entrada (cuatro metros cuadrados)
y el retrete de servicio (otros cuatro). Al completo caben en la mesa engalanada
ciento cincuenta y tres comensales. Es espectacular. Para montarla, los
maestros de cámara (o como se llamen) tienen que subirse al tablero con
calcetines de seda y guantes de satén. Hay aparatos de geometría para cuadrar
los cubiertos, candelabros y centros de flores. Por cierto, las flores se
eligen de manera alusiva al país del homenaje. Cada servicio
de mesa incluye tres cuchillos, cuatro tenedores cinco cucharas y un montón de artefactos
de plata que no se sabe para qué sirven. No hablemos de la cristalería y las vajillas encargadas en exclusiva a las mejores fábricas del mundo. Tres matices para consolar a los que nunca han sido invitados al santo del rey: Primero, no se puede dar de comer bien a más de diez personas (piensen en las bodas excepto las gallegas). Segundo, con tanta finura es imposible divertirse; no puedes beber a gusto ni hablar a voces, llamar al de enfrente, quitarte la corbata, levantarte a charlar con las chicas o repetir el solomillo o la merluza (o ambos). Tercero: los brindis y discursos oficiales pueden ser
más largos (e indigestos) que la cena. Además, las relaciones sociales ya no
son lo que eran: con los reyes ilustrados circulaban de mano en mano epigramas picantes
y citas prohibidas. Ahora sólo se practica el tráfico de influencias.
No lo duden, nada hay como la casa
de uno. Imagínense cómo vivían los borbones hasta Alfonso XII,
el último en habitarlo; después, sólo Manuel
Azaña se atrevió durante un tiempo (¡por qué demonios lo haría!). No es posible dormir sin duendes en una cama con dosel y una habitación como una plaza de toros rodeada de retratos solemnes y armaduras de latón. Aun menos desayunar en una estancia helada con mesa de caoba y silla rimbombante; cuando te traían el café de las cocinas estaba tan frío como tus pies. No quiero entrar en asuntos del vestido y de la higiene. Según parece, si es que me enteré bien,
el rey debía vestirse delante de la corte como signo de no sé qué. Ropajes de
gala cada seis horas… Las duchas no existían y la costumbre era bañarse una
vez al mes. Todo lo arreglaban con afeites y pomadas, ungüentos y perfumes. Una
mezcla explosiva. Puede que la roña crónica tuviera alicientes bravíos pero no
los comparto (me acuerdo de un chiste atroz que tras dudar me guardo).
La colección de instrumentos de
cuerda es única: consta de cuatro violines, una viola y un violonchelo que Stradivarius
construyó para Felipe V, considerados una de las joyas del
Patrimonio Nacional. Son fantásticos. Los contemplas en las vitrinas y piden ser
tocados. Son seis de los más de mil
que creó el lutier de Cremona (se conservan seiscientos). La leyenda los envuelve.
Un milagro ajeno a la ciencia cuyas causas se ignoran. Recuerdo un espléndido
documental de la cadena de televisión Art.
Su sonido es único, como corroboran los más reputados solistas que sueñan con tenerlos
en sus manos. Entre varios instrumentos, los maestros identifican su voz al punto. La misma pieza interpretada por otros violines no suena igual. El
pasado abril se produjo un accidente impensable: durante una sesión de fotos se
rompió el mástil del violonchelo. Se eligió para enderezar el
entuerto al prestigioso lutier colombiano Carlos Arcieri. Por fortuna, el
mástil afectado no era parte original sino una sustitución
de 1857. Según afirma el restaurador, su reparación no ha supuesto ningún perjuicio al instrumento, al contrario: "ahora suena dos veces mejor". Le pregunté a la guía lo que es sabido: ¿Se dan conciertos con los stradivarius? "Efectivamente, sin no se tocan se marchitan". Se programa uno al mes al que asisten los más renombrados personajes de la banca y la cristiandad. También los temidos periodistas, representantes del cuarto poder, antes respetuosos con los otros tres y ahora capaces de reírse en las barbas de un
político o un juez aficionados a la caja B (también de tapar sus fechorías). Antaño, los salones de la nobleza se adornaban con la flor de artistas y escritores. Si eras poeta tenías que improvisar una ristra de tercetos. Si novelista, obligado a leer el tercer final de tu drama. Si pensador, a defender tus teorías sobre el alma. Todo se ha perdido con los derechos humanos. En breve sondearé a mi pariente sobre las fechas del concierto y si es posible me pondré mi mejor (y único) traje para escuchar los stradivarius.
Comimos de aliño en la cafetería. Después visitamos la farmacia, la armería y la exposición Goya y el infante Don Luis: el exilio y el reino (ya hablaremos). Los jardines para otra ocasión. Terminamos en la tienda como todo el mundo. A las cinco de la tarde salíamos del palacio rumbo al Café de Oriente para tomar chocolate con churros. Allí me dejé la jarrita que me habían regalado. Un honrado parroquiano la devolvió y ya la tengo en casa. Ahora me gusta más.
Comimos de aliño en la cafetería. Después visitamos la farmacia, la armería y la exposición Goya y el infante Don Luis: el exilio y el reino (ya hablaremos). Los jardines para otra ocasión. Terminamos en la tienda como todo el mundo. A las cinco de la tarde salíamos del palacio rumbo al Café de Oriente para tomar chocolate con churros. Allí me dejé la jarrita que me habían regalado. Un honrado parroquiano la devolvió y ya la tengo en casa. Ahora me gusta más.
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