viernes, 8 de febrero de 2013

Walt Disney, el perfecto americano


Asistí a primeros de Febrero en el Teatro Real al estreno mundial (nada menos) de la ópera de Philip Glass (1937) The Perfect Americain, basada en la novela Der Köning von Amerika, de Peter Stephan Jungk. Una biografía crítica de Walt Disney. 

La ópera presenta el conocido lado oscuro del personaje, parafraseado el título de un excelente álbum de Pink Floyd publicado en los años setenta. Desfila por el escenario un Disney ególatra, despótico, reaccionario, misógino, racista (no consintió que ningún hombre negro trabajara en su empresa), delator, superficial e infeliz. Dicho en tono menor, pues a partir de cierto ras, los servicios jurídicos del imperio se podrían dar por aludidos. 
Como la ópera es un género de ficción, hubiera preferido que el autor se inventara un retrato imaginario lleno de azares, malevolencia y hallazgos desternillantes, al estilo de las novelas de John Irving. (Por cierto, ¿sabían que Disney fumaba como dos y empinaba el codo como cuatro?). No me gustó: me pareció algo intermedio entre el musical aburrido y la ópera pop culta. La escenografía,  a tono con la música, admite por esta vez el minimalismo sin que se noten las miserias de la crisis: espacios vacíos, juegos de luces y drapeados (con telas, velos o estores) que acaban por fatigar al espectador. Los solistas estiran el recitativo y el canto silábico hasta el infinito. Nadie se arranca con una melodía (por caridad). Sólo los coros (que siempre son brillantes) y las toses crónicas impiden que dobles la cabeza. La nutrida orquesta, al revés, es una constelación pulsante de ritmos marcados, sincopados, atonales, disonantes, superpuestos... el llamado “minimalismo americano” que hunde sus raíces en el rock y otras tradiciones populares.

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Nunca sabremos cómo fue realmente Disney. Lo anuncia el libreto por boca del protagonista:

Últimamente he tenido la sensación de que mi nombre no es mío. Que pertenece a la empresa. Dime Blancanieves [su enfermera y amante], ¿Yo soy yo, o soy una firma comercial?

Disney fue víctima de lo que los sociólogos llaman “rol dominante”. Su personalidad estaba al servicio de la fábrica. Sus hábitos eran un producto de mercadotecnia. Incluso el mito de la infancia perdida en Marceline, su aldea natal en Missouri, rebosante de trenes, granjas y paisajes de verdura, tiene el sabor gastado del reclamo comercial. La última leyenda urbana sobre Disney fue su deseo de ser “criogenizado” antes de morir y descongelado como una merluza (como el contrabandista Han Solo en la Guerra de las Galaxias, cuyos derechos ha adquirido este año Walt Disney Company) cuando su enfermedad tuviera curación. Gemía que lo mejor de su trabajo estaba por llegar, que necesitaba quince años, pero con un cáncer de pulmón fue pedir demasiado. Acabó en el crematorio como todo el mundo. Pero su mesianismo empresarial trufado de ideales patrióticos vendía y eso es lo que cuenta. Tuvo el síndrome de interrogación (¿?) que contraen muchas estrellas de la industria cultural americana (por ejemplo, Marilyn Monroe): una mañana se miran al espejo y no saben quiénes son. Incapaces de reinventarse a sí mismos, se convierten en un montón de circunstancias sin un yo que las soporte; en víctimas de un vaciado vital en el que sólo queda el molde hueco que se muestra en las carátulas.

Disney fue un empresario genial cuya primera decisión acertada fue asociarse de manera asimétrica (mandaba él) con su hermano Roy. Su único socio le fue fiel hasta el final y más allá. Walt tenía ideas. Sabemos que se involucraba al máximo en cada proyecto; que rehacía hasta la consunción cada  fotograma; que supervisaba mil veces el obstáculo más nimio y no daba un paso sin desvelar el enigma. Se rodeó del mejor equipo técnico del momento. Pagaba bien al que mejor servía. Trabajaba quince horas diarias incluidos sábados y domingos. No hizo amigos entre sus asesores, tampoco entre los dibujantes, menos entre los braceros; pero nadie se llamaba a engaño: la primera condición era que no quería listas de famosos al final de la cinta. “Todos por la causa” era su lema; el público debía reconocer el sello de la casa y no fijarse en nombres y apellidos. Sólo al final se dio luz verde a los créditos. Despedía sin contemplaciones a quien sacaba la cabeza. También a los que sugerían mejoras laborales. Trabajar en la firma era un privilegio y la reivindicación un insulto. Esto no le privó en 1941 de una huelga organizada por el sindicato de animación ante la que tuvo que ceder y conceder. Si encontraba alguien mejor lo compraba y soltaba lastre sin más explicaciones. (Comparado con los empresarios actuales era un padre bondadoso).

La tecnología de animación de la factoría Disney siempre ha sido la mejor. Nadie en su sano juicio cuestiona esta verdad. Es sabido que el gran Sergei Eisenstein, tras su visita a Hollywood en los años 40, (cito) “Alabó a Disney como un renovador del pensamiento primitivo, pre-lógico, folclórico y mitológico”. El director ruso flipaba en colores.
En mi niñez, sin ser un fanático, no me perdí ninguna de sus películas en pantalla grande (costumbre que he mantenido). Las cinco que más me gustan son Peter Pan, Pinocho, La bella durmiente, La bella y la bestia y El rey león. Compré a mis hijos casi todas en formato VHS; las tengo en un cajón subido al altillo sin que sirvan para nada. Dudo que se las regale a mis nietos (igual me las compran ellos a mí durante mi segunda niñez en el asilo). Prestadas en soporte DVD, las he utilizado para aprender francés. Nunca hemos visitado Disneylandia, en primer lugar porque no me convencía la relación calidad-precio. En mi caso tendrían que pagarme para ir. Tampoco mis hijos mostraron un interés especial (víctimas del medio ambiente familiar). Me parece un paraíso del kitsch poco apetecible, extenuante, aburrido incluso para niños normales. Además me deprimen los pobres currantes disfrazados de Mickey Mouse.

El mundo de Disney se sostiene sobre dos pilares ideológicos: un naturalismo ético a la americana y un platonismo de segunda mano.
Se trata, por un lado, de una moral generalista destilada de los valores más convencionales de la sociedad americana que Disney extiende al género humano. El “primer principio” de esta ley natural puede resumirse en una frase de La Bella durmiente (tras la derrota de la malvada hechicera): vuela rauda espada de la verdad y cumple tu destino, que el mal perezca y el bien prevalezca.
Son tramas de fácil digestión donde nada nuevo se descubre ni nada viejo se cuestiona; siempre está muy claro quiénes son los buenos y los malos. Gruesos principios de amplio espectro cuya finalidad es conseguir la mayor felicidad para el mayor número y mostrar que las cosas son lo que parecen, los dos núcleos fundacionales del “sano empirismo” anglosajón.
Disney crea además una constelación de arquetipos sacados del inconsciente colectivo de la gran nación americana. El filósofo Jean Baudrillard lo resumió en un dicho: Disneylandia es la realidad y Estados Unidos la copia. La sociedad imita al arte. Los europeos contemplamos a los héroes de Disney con distancia. Nos divierten pero nos sentimos extraños a su idiosincrasia. Su sustancia nos resbala por la piel. Disneyland-París es una contradicción en los términos, de ahí su fracaso. Parecido a la semana de Pakistán en el Corte Inglés: todo resulta postizo aunque no lo sea.

Los personajes de Disney describen procesiones circulares en la eternidad del cosmos, mientras los mismos protagonistas desfilan cada cuatro horas en los parques temáticos.  
Peter Pan simboliza el mundo mágico de la infancia (menudo infundio). Pinocho, el valor de la amistad; Blancanieves, la división técnica del trabajo; La cenicienta, la movilidad como motor social; Bamby, la universalidad de la familia; La bella durmiente, la existencia irrefutable del mal; La bella y la bestia, la dualidad cuerpo-alma; El rey león, el principio de jerarquía política…

Actualmente Walt Disney Company mueve un negocio anual de más de treinta mil millones de dólares.    

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