Asistí a primeros de Febrero en el
Teatro Real al estreno mundial (nada menos) de la ópera de Philip Glass (1937) The Perfect Americain, basada en la
novela Der Köning von Amerika, de
Peter Stephan Jungk. Una biografía crítica
de Walt Disney.
La ópera presenta el conocido lado oscuro del personaje, parafraseado
el título de un excelente álbum de Pink Floyd publicado en los años setenta. Desfila
por el escenario un Disney ególatra, despótico, reaccionario, misógino, racista
(no consintió que ningún hombre negro trabajara en su empresa), delator,
superficial e infeliz. Dicho en tono menor, pues a partir de cierto ras, los
servicios jurídicos del imperio se podrían dar por aludidos.
Como la ópera es
un género de ficción, hubiera preferido que el autor se inventara un retrato
imaginario lleno de azares, malevolencia y hallazgos desternillantes, al estilo
de las novelas de John Irving. (Por cierto, ¿sabían que Disney fumaba como dos
y empinaba el codo como cuatro?). No me gustó: me pareció algo intermedio
entre el musical aburrido y la ópera pop culta. La escenografía, a tono con la música, admite por esta vez el
minimalismo sin que se noten las miserias de la crisis: espacios vacíos, juegos
de luces y drapeados (con telas, velos o estores) que acaban por fatigar al
espectador.
Los solistas estiran el recitativo
y el canto silábico hasta el infinito. Nadie se arranca con una melodía (por
caridad). Sólo los coros (que siempre son brillantes) y las toses crónicas
impiden que dobles la cabeza. La nutrida orquesta, al revés, es una constelación
pulsante de ritmos marcados, sincopados, atonales, disonantes, superpuestos... el
llamado “minimalismo americano” que hunde sus raíces en el rock y otras
tradiciones populares.
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Nunca sabremos cómo fue realmente
Disney. Lo anuncia el libreto por boca del protagonista:
Últimamente
he tenido la sensación de que mi nombre no es mío. Que pertenece a la empresa.
Dime Blancanieves [su
enfermera y amante], ¿Yo soy yo, o soy una
firma comercial?
Disney fue víctima de lo que los
sociólogos llaman “rol dominante”. Su personalidad estaba al servicio de la fábrica.
Sus hábitos eran un producto de mercadotecnia. Incluso el mito de la infancia
perdida en Marceline, su aldea natal en Missouri, rebosante de trenes, granjas y paisajes de verdura, tiene el sabor gastado del reclamo comercial. La
última leyenda urbana sobre Disney fue su deseo de ser “criogenizado” antes de
morir y descongelado como una merluza (como el contrabandista Han Solo en la
Guerra de las Galaxias, cuyos derechos ha adquirido este año Walt Disney
Company) cuando su enfermedad tuviera curación. Gemía que lo mejor de su trabajo
estaba por llegar, que necesitaba quince años, pero con un cáncer de pulmón fue
pedir demasiado. Acabó en el crematorio como todo el mundo. Pero su mesianismo empresarial
trufado de ideales patrióticos vendía y eso es lo que cuenta. Tuvo el síndrome
de interrogación (¿?) que contraen muchas estrellas de la industria cultural americana (por
ejemplo, Marilyn Monroe): una mañana se miran al espejo y no saben quiénes son.
Incapaces de reinventarse a sí mismos, se convierten en un montón de
circunstancias sin un yo que las soporte; en víctimas de un vaciado vital en el que sólo queda el molde hueco que se muestra
en las carátulas.
Disney fue un empresario genial cuya
primera decisión acertada fue asociarse de manera asimétrica (mandaba él) con
su hermano Roy. Su único socio le fue fiel hasta el final y más
allá. Walt tenía ideas. Sabemos que se involucraba al máximo en cada proyecto;
que rehacía hasta la consunción cada fotograma;
que supervisaba mil veces el obstáculo más nimio y no daba un paso sin desvelar
el enigma. Se rodeó del mejor equipo técnico del momento. Pagaba bien al que mejor servía. Trabajaba quince horas diarias incluidos sábados y domingos. No hizo
amigos entre sus asesores, tampoco entre los dibujantes, menos entre los braceros;
pero nadie se llamaba a engaño: la primera condición era que no quería listas de
famosos al final de la cinta. “Todos por la causa” era su lema; el público
debía reconocer el sello de la casa y no fijarse en nombres y apellidos. Sólo al
final se dio luz verde a los créditos. Despedía sin contemplaciones a quien sacaba
la cabeza. También a los que sugerían mejoras laborales. Trabajar en la firma
era un privilegio y la reivindicación un insulto. Esto no le privó en 1941 de una huelga organizada por el
sindicato de animación ante la que tuvo que ceder y conceder. Si encontraba
alguien mejor lo compraba y soltaba lastre sin más explicaciones. (Comparado
con los empresarios actuales era un padre bondadoso).
La tecnología de animación de la
factoría Disney siempre ha sido la mejor. Nadie en su sano juicio cuestiona esta verdad. Es sabido que el gran Sergei Eisenstein, tras su visita a
Hollywood en los años 40, (cito) “Alabó a Disney como un renovador del
pensamiento primitivo, pre-lógico, folclórico y mitológico”. El director ruso flipaba en colores.
En mi niñez, sin ser un fanático, no
me perdí ninguna de sus películas en pantalla grande (costumbre que he
mantenido). Las cinco que más me gustan son Peter
Pan, Pinocho, La bella durmiente, La bella y la bestia y El rey
león. Compré a mis hijos casi todas en formato VHS;
las tengo en un cajón subido al altillo sin que sirvan para nada. Dudo que se las regale a mis nietos (igual me las compran ellos a mí durante mi segunda niñez en el asilo). Prestadas en soporte DVD, las he utilizado para
aprender francés. Nunca hemos visitado Disneylandia, en primer lugar porque no
me convencía la relación calidad-precio. En mi caso tendrían que pagarme para
ir. Tampoco mis hijos mostraron un interés especial (víctimas del medio
ambiente familiar). Me parece un paraíso del kitsch poco apetecible, extenuante, aburrido incluso para niños
normales. Además me deprimen los pobres currantes disfrazados de Mickey Mouse.
El mundo de Disney se sostiene sobre
dos pilares ideológicos: un naturalismo ético a la americana y un platonismo de
segunda mano.
Se trata, por un lado, de una moral
generalista destilada de los valores más convencionales de la sociedad
americana que Disney extiende al género humano. El “primer principio” de esta
ley natural puede resumirse en una frase de La
Bella durmiente (tras la derrota de la malvada hechicera): vuela rauda espada de la verdad y cumple tu
destino, que el mal perezca y el bien prevalezca.
Son tramas de fácil digestión donde
nada nuevo se descubre ni nada viejo se cuestiona; siempre está muy claro quiénes
son los buenos y los malos. Gruesos principios de amplio espectro
cuya finalidad es conseguir la mayor felicidad para el mayor número y mostrar
que las cosas son lo que parecen, los dos núcleos fundacionales del “sano empirismo” anglosajón.
Disney crea además una constelación
de arquetipos sacados del inconsciente colectivo de la gran nación americana. El
filósofo Jean Baudrillard lo resumió en un dicho: Disneylandia es la realidad y Estados Unidos la copia. La sociedad
imita al arte. Los europeos contemplamos a los héroes de Disney con
distancia. Nos divierten pero nos sentimos extraños a su idiosincrasia. Su sustancia
nos resbala por la piel. Disneyland-París es una contradicción en los términos, de ahí su fracaso. Parecido a la semana
de Pakistán en el Corte Inglés: todo resulta postizo aunque no lo sea.
Los personajes de Disney describen
procesiones circulares en la eternidad del cosmos, mientras los mismos
protagonistas desfilan cada cuatro horas en los parques temáticos.
Peter Pan simboliza el mundo mágico
de la infancia (menudo infundio). Pinocho, el valor de la amistad; Blancanieves,
la división técnica del trabajo; La cenicienta, la movilidad como motor social;
Bamby, la universalidad de la familia; La bella durmiente, la
existencia irrefutable del mal; La bella y la bestia, la dualidad cuerpo-alma; El rey león, el principio de jerarquía política…
Actualmente Walt Disney Company
mueve un negocio anual de más de treinta mil millones de dólares.
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