Muchas de nuestras conductas
responden a pautas zoológicas. ¿Recuerdan el libro de Desmond Morris, El mono desnudo? Divertido pero poco
científico, según los etólogos.
Repasemos diversas conductas
cuyo fundamento son los instintos básicos que la cultura se encarga de
modificar, adaptar, reprimir, convertir en energía socialmente útil (hasta aquí el psicoanálisis de Freud es verdadero, el resto es falso). Nos referimos a
instintos como la nutrición, la sexualidad, la filiación, la agresividad
o la sociabilidad. Llamo a tales conductas “atávicas”.
Los profesores observan con frecuencia actitudes atávicas en los adolescentes. Los machos jóvenes, en pleno desarrollo
hormonal, no cesan de darse empujones, topetazos y collejas. Son
conductas anticipatorias. Ellas, por su parte, aunque
disimulan, observan a los contendientes para afinar las estrategias de
discriminación sobre cuál será el mejor candidato a recibir sus favores y trasmitir
a la prole los genes más viables. Por supuesto, las hembras eligen.
Ligar es una conducta atávica.
Ocurre que la especie humana ha perdido durante la antropogénesis el período de
celo. El dominio del medio ambiente hace innecesario que los hijos nazcan en una época
del año. Por eso estamos siempre en celo. Competimos por las hembras en cualquier
situación. Pero no hace falta que los machos se desafíen en combates rituales
chocando las cuernas. El polifacetismo de la especie humana y la debilitación de
las pautas innatas permiten el acceso de los más aptos a las hembras y también de
los demás. ¡Hay muchas formas de burlar a los mejor dotados!
La agresividad, resultado de la
competencia por el sexo, el alimento o el territorio, debe ser compensada
mediante reglas recíprocas de reconocimiento entre vencedor y vencido. Tales
reglas proceden de los patrones intraespecíficos de cada especie y sirven
para evitar que los individuos enfrentados acaben muertos o heridos de consideración… La moralidad humana tiene su origen en estos
patrones. También el derecho. Aunque la especie humana es la única capaz de olvidarlos y sumirse en
el abismo de la violencia contra sus semejantes.
Hay especies, como las cigüeñas, que
son monógamas. Pero no es el caso de los grandes simios ni los primates; tampoco del hombre. Las relaciones promiscuas son lo natural y la monogamia una elección
cultural. Por cierto, las relaciones homosexuales entre machos -jóvenes o viejos- excluidos de las hembras es algo habitual en la mayoría de las especies. Se sabe que en las especies superiores los machos practican la homosexualidad por placer, juego o diversión.
Cuando la mujer se queda embarazada se dan en la pareja conductas atávicas de anidamiento. Cualquiera que haya
tenido hermanos menores ha podido comprobarlo: tres meses antes de que nazca, los
padres se dedican frenéticamente a preparar la habitación del neonato, incluso
la casa entera: redistribución y compra de muebles, la cuna, alfombras nuevas, cortinas
a la tintorería, despensa bien aparejada, armarios ordenados, puesta a punto de
los electrodomésticos… Los celos del hermano ante lo que se avecina están
plenamente justificados: supone compartir espacio y afectos.
También son atávicas las pautas de
apego a la madre. Cuando mi hija tenía seis meses solicité horario de tarde en mi
centro para quedarme con la niña; así mi mujer podía trabajar por la mañana. En
teoría hacía lo mismo que ella: biberones, pañales, mecerla, jugar… No es tan
complejo. Al atardecer estaba inconsolable; pero en cuanto oía la puerta y presentía
a su madre, se tranquilizaba en el acto. Un milagro de la naturaleza.
El predominio de la madre en la
crianza de los hijos es un hecho biológico que se da en casi todas las
especies. Otra cosa es que por razones de progreso social se equilibren los
papeles parentales en el desempeño de roles. La naturaleza es una cosa y la
cultura otra. Son caminos a veces convergentes, a veces divergentes y otras paralelos.
El problema es mezclarlos de forma inadecuada para sacar conclusiones
ideológicas desde la naturaleza a la cultura y viceversa. Por ejemplo: está
comprobado científicamente que la morfología del cerebro de la mujer es
distinta al del hombre, pero de ahí no se sigue nada.
La prematuridad del ser humano (que
no alcanza la madurez reproductora hasta los doce años) propicia los patrones
de sobreprotección familiar; por eso, en ocasiones, los hijos experimentan en
la familia una regresión a etapas previas de su desarrollo emocional
(también en la escuela). Aunque a cierta edad, incluso en la absorbente familia
latina, los padres empujan suavemente a los hijos fuera del nido para que busquen un nuevo territorio.
Para acabar, el instinto de
sociabilidad es la base biológica de la mayoría de nuestras costumbres. Las formas de agrupamiento son muchas y se renuevan constantemente. Como las redes sociales, una de las formas más sofisticadas de interacción social.
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