domingo, 17 de noviembre de 2013

El cambio, el tiempo


¿El ego, yo soy el que soy, la identidad personal? Quien comparte tu lecho por las noches hace las mismas cosas, pero nunca es el mismo ni tú tampoco; también los días y las estaciones son distintos aunque reciban el mismo nombre. El tiempo es un accidente del cambio: al producirse el cambio acontece el tiempo además de otros efectos. Ser y cambiar es lo mismo.

Los teólogos medievales consideraban que la característica esencial de Dios era la inmutabilidad. La trascendencia divina, la radical separación ontológica entre Dios y las criaturas (incluidos los ángeles) consiste en que Dios no cambia. Ego sum Deus et non mutor: algo que puede ser dicho pero no comprendido por el entendimiento humano. La eternidad de Dios es una consecuencia de su inmutabilidad. Inversamente, la eternidad de la naturaleza es la consecuencia del movimiento perpetuo. Deus et natura: lo eternamente inmóvil y lo eternamente móvil. Según algunas versiones escolásticas, contrarias a la cosmogonía judeocristiana, Dios creó el mundo no en el tiempo sino antes del tiempo (que surgió como una realidad más). También el tiempo, según la cosmología actual, se formó después de la gran explosión. Teología y ciencia coinciden por esta vez: en un principio fue el cambio.

El cambio es en sí mismo una singularidad que carece de sentido, fenómeno puro sin nombre ni concepto. No así el tiempo, algo que puede ser subsumido por el juicio determinante. Por eso San Agustín, Kant, Proust o Heidegger escribieron sobre el tiempo. Sólo los filósofos griegos (Presocráticos, Platón, Aristóteles), sendas perdidas, se atrevieron a especular sobre el cambio como la explicación profunda del ser. La imagen de la eternidad se manifiesta en cada gesto.  

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