Es conocido por los teóricos del gusto y otros estudiosos de la moda que lo que hace una hora era tendencia ya no lo es. Tendencias hay en todos los rincones de la cultura y esta dinámica social, este tránsito vertiginoso a ninguna parte, es la primera diferencia entre las sociedades civilizadas y los pueblos primitivos. Los bosquimanos o los pigmeos tienen tradiciones ancestrales, son ajenos al cambio para bien o para mal.
Las tendencias se parecen a la eclosión y extinción de las especies por selección natural excepto en un detalle: son reversibles, no se pierden definitivamente como los pterodáctilos, pueden retornar al teatro de las vanidades con fuerza renovada. Además a nadie se le oculta que la mayoría de las tendencias no son el triunfo de una mutación al azar sino el resultado de sesudos programas de ingeniería mercantil y demás conspiraciones contra el bien común. No insisto. El sociólogo Jean Didier Urbain ha publicado algunos libros sobre una de las instituciones más relevantes en la vida de los ciudadanos: las vacaciones. Una de las tendencias más briosas de los últimos años han sido las llamadas “vacaciones de riesgo”.
Algo percibí el verano pasado cuando un viudo setentón, conocido mío de la piscina, me anunció que se había apuntado a un viaje al Polo Sur para recorrer la ruta de Admudsen, acampando incluso en el paraje denominado de la carnicería donde el insigne explorador sacrificó a veinticuatro perros para tapar las penurias de la expedición. Me mostró una copia digital del programa. Mira, me dijo, el menú del día en el mismo sitio incluye una sabrosa caldereta de husky siberiano. ¡Es como comerte a tu cuñado!
Una conocida agencia de viajes madrileña, me contó un colega en una boda, ofrecía por un precio razonable un viaje en barco a través de la selva amazónica. Su mujer no lo dudó. De entrada, te facilitaban la vacunación oficial de cuatro o cinco enfermedades antes de salir. El programa incluía un safari fotográfico, guías expertos en patear la jungla y paradas en las aldeas rivereñas. Lo peor eran unos mosquitos gigantes, inmunes a las lociones forte que se untaban. Me dijo que sólo habían recalado en un poblado: indios en taparrabos con las pinturas del clan, comida a base de peces amazónicos servidos en hojas de árbol, brebajes elaborados por las mujeres de la tribu, danzas rituales y final con hechicero en trance. Por unos euros más te podías tirar a su hija, afirmó convencido. Uno se imagina a los aborígenes negociando la oferta con la agencia o navegando con conexión de alta velocidad en la choza.
Siguen en la ola los viajes a "países peligrosos”, Yemen, Vietnam, Mongolia. Los turistas del subidón de adrenalina se han adentrado en Kurdistán, Kerbala y Bagdad. Y la cosa no para ahí. A cierta gente le ponen los países en guerra. ¡Muchos son jóvenes ejecutivos!
En Europa del Este algunos operadores ucranianos ofrecen una "visita única" a la central de Chernóbil. Están de moda los barrios de chabolas de los países más pobres de África, las favelas de Río de Janeiro o los lugares marginales de las grandes ciudades donde se trapichea con droga.
Los que prefieren el desafío animal tienen donde elegir: baño en aguas turbias con cocodrilos australianos, buceo en los arrecifes del Caribe plagados de tiburones, nadar acompañado de orcas en las aguas heladas de Alaska o andar entre leones en el parque nacional de Matusadona en Zimbabue.
La periodista Geneviève Comby, en un divertido artículo publicado en la revista Le Matin dimanche, relata algunas experiencias europeas de lo que llama vacaciones de escalofrío. La antigua prisión de Karosta en Letonia te recibe a cualquier hora del día o de la noche. Primera sorpresa: no sabes cuándo te toca, el móvil puede sonar a las tres de la madrugada. La opción incluye traslado en autobús celular con rejas y guardias patibularios, celdas espartanas, comidas infectas e interrogatorio musculoso en los sótanos. En Rumanía una agencia propone dormir en la misma cama que ocupó Ceaucescu la noche antes de ser ejecutado. Los iniciados en el internet profundo pueden contratar un paquete temático para sobrevivir durante una semana como un vagabundo en París: dormirás bajo los puentes del Sena, pedirás limosna en el metro, beberás vino malo en los arrabales, molestarás a las señoras que van a la compra o harás pipí en la calle.
Se pregunta Jean Didier Urbain cuáles son los motivos de esta increíble tendencia: sugiere, en primer lugar, que mucha gente ama el exotismo, pero no el basado en la diversidad de paisajes o culturas sino en el riesgo. El riesgo es el camino al viaje cósmico, al éxtasis místico, al orgasmo universal; un contrapeso para los que no soportan la rutina de los usos sociales o el trabajo. También, añade, está el alarde de contar tu aventura cuando vuelves al redil y exhibir la rareza de algo que te hace diferente. Asimismo, existe la posibilidad de retomar el sentido de la existencia: como si al terminar las vacaciones hubiéramos superado una enfermedad muy grave y pudiésemos contemplar el mundo de otro modo. Pero si lo que te gusta es una forma más relajante de pasar las vacaciones, subraya Urbain, no debes pensar que estás acabado. En todo caso, este tipo de turismo es minoritario y con truco, concluye. El grupo de jubilados que decide escalar el Everest por la cara fácil lo primero que exige es volver entero a casa: Los que buscan el riesgo quieren que las actividades en las que participan sean finalmente seguras. En esto consiste la paradoja: desean una aventura cuya parte imprevisible sea previsible.
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