Vuelvo de Venecia, la ciudad más bella del mundo. Desde las vistas aéreas de la laguna hasta la despedida en el embarcadero del Dorsoduro, frente a la arquitectura estatuaria de Santa María de la Salute, todo confirma que sólo como fenómeno estético está justificada la existencia del mundo (Nietzsche).
Es emocionante llegar en lancha al embarcadero del hotel tras atravesar el brazo de mar que separa la ciudad del aeropuerto Marco Polo. Increíble la pericia del patrón para navegar al milímetro entre toda clase de embarcaciones, góndolas, mercancías, taxis, vaporettos, policía y ambulancias que por fuerza van despacio. Curioso: nada más distinto que contemplar los puentes que unen las islas desde el agua o desde la piedra. Puro perspectivismo. He tenido la suerte de conocer, como decía el gerente de hotel al despedirme, las dos caras de Venecia: en color, a la luz brillante del Adriático, y en blanco y negro, envuelta en la bruma tras un aguacero ocasional que aleja a turistas y gondoleros de la piazzetta, la puerta de entrada a la Serenissima cuando sólo se llegaba por mar y escenario de las recepciones del dogo pintadas en los abigarrados cuadros de Tintoretto.
Tras ocupar tu habitación, sientes la urgencia de la Plaza de San Marcos. Los comercios de los aledaños te advierten de su inminencia. Crece por momentos la marea humana. Los italianos son consumados artistas del escaparate. Zapatos de fiesta de señora, cuatro tiras esbeltas, tacones aéreos, color desconocido, adornos de fantasía, mil quinientos euros. En los arcos de acceso a San Marcos, las tiendas de máscaras y disfraces de carnaval nos trasladan al mundo de Casanova y a los salones exclusivos de la burguesía veneciana. Por fin, nos encontramos frente a la imagen, nunca gastada, de la capilla privada del Dux y su palacio gótico. Y del Campanile, la torre dell’Orologio, los soportales mundanos y la orquesta del café Florián donde debes ir por la noche a sentarte en los canapés de terciopelo de los reservados en los que un camarero con guantes blancos te sirve el té en un juego de plata a veinte euros la taza. Dentro, la melopea musical es más llevadera. Imprescindible. Prescindible, a su vez, muy cerca de San Marcos, es el renombrado Harry’s Bar, un lugar corriente que debe su fama a la variedad de cocktails que, según parece, pedía el bueno de Hemingway.
Venecia es una ciudad anegada. Ha trocado el comercio de sedas y especias con oriente por el negocio del turismo. Se ha convertido en una Babel cosmopolita donde conviven lenguas y razas. Procesiones de góndolas repletas de jubilados (obsequio de los turoperadores) recorren los ríos entre arias y cantos regionales. Mi ensueño de paseante solitario es recorrer por la noche las callejas y plazas de una Venecia desierta. Algo imposible ni siquiera en las horas tempranas del amanecer. Es difícil dar con los venecianos. Los puedes reconocer por su andar rápido y mirada ausente; también por su forma urbana de vestir, sin uniformes de viaje. Pude verlos en grupos al acabar la representación de Madame Butterfly en La Fenice. Sus trajes de noche, sus conversaciones mundanas, su “superioridad moral”, forman parte del atrezzo general que nos envuelve. Reconoces en las damas los zapatos malva de Salvatore Ferragamo. Quise asistir a la ópera pero la entrada más barata costaba doscientos euros. Había entradas de quince sin visibilidad, buenas para entrar, recorrer el teatro, oír el primer acto y marcharte.
La mayoría de las fachadas de los campi están deterioradas. Cuando cae la tarde se ve luz en una ventana. Vislumbras una biblioteca, una pared vacía y un techo alto. ¿Quién vive? Hay otros mundos pero están en este. La restauración de las fachadas debe de ser cara y complicada. Especialistas, materiales, permisos, impuestos. De la unión de su aura histórica con el abandono actual y un futuro incierto surge la intuición romántica de la belleza decadente de Venecia, uno de los efectos estéticos más logrados.
¿Cuántas perspectivas tiene el Gran Canal? La primera, la Venecia de las mañanas luminosas que muestra desde los puentes de Rialto y la Academia los puntos de fuga del paisaje, las curvas donde se prevén otros espacios, los palacios reflejados en el agua, las texturas y matices del mármol. Es la Venecia de los cuadros de Canaletto y los concerti grossi de Vivaldi. Otra perspectiva es la que contemplas a bordo del vaporetto: el itinerario desde Santa Lucía al Palazzo Flangini, de San Geremia a San Stae, del Barbarigo a los mercados, Rialto y la Volta, de Ca’Rezzonico al Guggenheim, para acabar en La Salute y San Marcos. Es también el lugar de la Regata Storica de Septiembre, el gran desfile anual de góndolas ceremoniales y antiguas embarcaciones engalanadas con estandartes y doseles, tripuladas por marinos ataviados con trajes multicolores. Los venecianos aman el pasado y los relatos del ancho mundo. Una perspectiva insólita desde las ventanas del museo Peggy Guggenheim, en el Palazzo Venier di Leoni a orillas del Canal, nos impone el contraste entre la arquitectura del exterior y la espléndida colección de pintura contemporánea, Magritte, Picasso, Miró, los terribles cuadros de Max Ernst sobre el Antipapa. Por fin, restan los rincones del Gran Canal vistos desde los ríos laterales, imposibles de atrapar con el smart phone pero mágicos al ojo desnudo.
Italia desborda de arte, algunas ciudades como Roma, Florencia o Venecia son obras de arte en sí mismas. Me sorprendió que hubiera tan poca gente en la Scuola Grande di San Rocco y, sobre todo, en la Gallerie dell’Accademia, la mejor colección del mundo de pintura veneciana. Sus paredes están en regular estado. Se echa de menos el mantenimiento. En las esquinas se marcan las humedades. Los techos reclaman pintores de brocha gorda. Salas de un valor incalculable están sin vigilar. Los pocos guardas que ves no llevan uniforme y charlan animadamente con el público. Si una ciudad norteamericana poseyera tan sólo diez de los cuadros menores de la Academia, llamarían a Foster and Partners para que construyera un edificio inteligente con toda clase de medios materiales y excesos técnicos. Cada cuadro contaría con dos fornidos vigilantes. El último día la lluvia llenó las salas institucionales del palacio ducal. Recuerdo que en mi primera visita a Venecia, al comienzo de los setenta, asistí en su patio interior, en plena dictadura franquista, a un emotivo recital de Paco Ibáñez. Un público joven, izquierdista, sollozaba de libertad.
En plena Bienal, no he querido abusar de la paciencia de mi mujer que, a su vez, ha renunciado amablemente a las tiendas, talleres y aglomeraciones de Murano. Termino con una coda sobre pastas. Prohibido comer pizzas. Son iguales que las de aquí y además il cameriere te pone mala cara si las pides. Tampoco interesan los platos que hayas comido en los restaurantes italianos de España, la mayoría son inventos nacionales. Si insistes se pueden burlar a la italiana. Nunca he visto en la carta de sus trattorias (no digo que no las haya) traducciones fiables de platos como espaguetis carbonara o a la boloñesa, macarrones con chorizo, lasaña de verduras o canelones de carne. Tampoco inundan los platos de queso parmesano (ni te lo van a poner en la mesa para que te cargues el almuerzo). ¡Degusta las variantes de pasta fresca preparadas al dente con pescados y mariscos de la isla: almejas, langostinos, cigalas, vieiras, todos los dones del mercado mañanero! No vayas a los restaurantes guiris de costa Rialto. Asesórate de alguien que conozca Venecia (y tenga paladar). Comer bien no es barato. Con vino y sin pasarte prepara sesenta pavos por cabeza. ¡Buon appetito, dunque!
Una hermosura lo que dices, lo que narras, y lo que cuentas. Realmente nos has transportado a ese lugar, y hemos imaginado junto a vos. Desde cariloimagine, nuestra casa y nuestro refugio en el mundo, te lo agradecemos. Te dejo nuestro contacto:
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Le agradezco sus amables palabras.
ResponderEliminar¡Siempre nos quedará Venecia!