lunes, 14 de septiembre de 2015

La cuestión catalana


¿Independentistas o constitucionalistas? Es preciso admitir de una vez por todas que dos interlocutores podrían sostener ideas distintas, incluso contrarias, sobre un mismo tema y ambos tener razón. Se trata, en el fondo, de la teoría medieval de la doble verdad, una para la fe (Dios existe) y otra para la ciencia (Dios no existe), que defendió en el siglo XII el filósofo hispanoárabe Averroes... hasta dar con sus huesos en las mazmorras del califa.
Desde el punto de vista de la lógica lo que se produce es una antinomia, es decir, un recorrido de la razón que demuestra con la misma fuerza probatoria la tesis y la antítesis: la independencia, en conclusión; en conclusión, la dependencia. Esta debilidad del pensamiento tras cuarenta mil años de evolución se manifiesta con particular fuerza en la cuestión catalana: los catalanes tienen sobrados motivos para estar hartos de los españoles y viceversa.
¿Cuáles son las raíces profundas de esta antinomia? Un buen lógico, como Raimundo Llull, pertrechado con su Ars Magna y una lupa fundida en Ámsterdam, indagaría las causas próximas y lejanas que han llevado al embrollo: culturales, lingüísticas, geográficas, históricas… Por mi parte, aunque inclinado a la retórica, por ser tan complejas me eximo de buscarlas. Además tendría que releer (¡no por favor!) El laberinto español de Brenan.
En el nudo del problema (lo  mismo que en el de los toros y otros tantos) valen por igual la crítica de la razón nacionalista y sus miserias (que formulan, entre otros, Josep Borrell y Fernando Savater) y la defensa del derecho de Cataluña a convertirse en una nación soberana (como pretenden Artur Mas y Pep Guardiola).
¿Cuál es la solución de la antinomia? Los eternos arbitristas, los partidarios del justo medio y los oportunistas del voto fácil proponen la instauración de un Estado federal. Según ellos, sólo tal síntesis puede ser la negación de la negación y la crisálida de la que nacerá un nuevo tiempo y un enigma. Pero puede tratarse de una dialéctica sin cierre, pensable pero no posible, racional pero no real. Entonces el tiempo acabará por tomar el dilema por los cuernos sin mediaciones ni cataplasmas. Pues bien, pues bueno, pues vale.
Y aquí me planto porque la cuestión catalana me aburre mortalmente. Es interminable, colérica, insoluble. Ha logrado que el hastío sea su lugar natural. ¡Pero hay que tomar partido y no marear la perdiz! dicen los que ven las orejas al lobo por ambos bandos. Lo único que se puede hacer desde la lógica es copiar en dos columnas de Excel por orden de potencia asertiva cada una de las sentencias contrapuestas, renovarla con los argumentos de los tertulianos, de la prensa de aquí y de allá, de politólogos y políticos, raca, raca y cuando lo que está escrito en el Otro Libro suceda, legar el archivo a la Real Academia de Ciencias Morales.

Me declaro ciudadano del mundo y poco más. Confieso que no me interesa la política. Su locura consiste en el exceso de explicaciones. Si no fuera español, si viviera en una democracia normal no le dedicaría ni un solo instante. La política me asusta. Para mí la verdad, por ejemplo, son las artes menores: la orfebrería, la decoración, el diseño industrial, la cerámica o la jardinería. Ahora mismo me pongo a ello.

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