miércoles, 2 de junio de 2021

Recuerdos de la pandemia. Paseos

 

Paseo, una de esas palabras que abarca más significados de los que aparenta: urbanos, culturales, sociales, literarios, filosóficos. El Paseo del Prado, Las Ramblas, Le Marais, Via Veneto, Oxford Street, 5th Avenue. El Madrid de los Austrias, El Barrio gótico de Barcelona… La salida de un matrimonio al caer la tarde, el trasiego hormonal de los jóvenes por la calle principal de una ciudad de provincias, el paseo diario por el parque del jubilado solitario que echa pan a las palomas. Los paseos por Dublín del protagonista del Ulises de Joyce o del joven Marcel "por el lado de Swann o por el lado de Guermantes" en la primera entrega del tiempo perdido de Proust. O los ensayos de Thoreau Un paseo invernal y Caminar, donde narra sus andanzas por los bosques y praderas de una América del Norte agreste y secreta. Pasear y pensar. Como los paseos de Aristóteles y sus discípulos, los peripatéticos (del griego perí-patos: paseo), alrededor de las columnas del Liceo mientras discutían sobre asuntos metafísicos. También las reflexiones autobiográficas de Jean Jacques Rousseau en su libro Las ensoñaciones del paseante solitario.

Y un nuevo significado del término surgido de la pandemia.

Los antecedentes: el confinamiento domiciliario comenzó en nuestro país el sábado 14 de marzo de 2020 tras el decreto del estado de alarma a causa de la extensión de contagios y fallecidos. El plazo inicial era de 15 días. Duró 98. 

Las primeras válvulas de seguridad para burlar el encierro fueron los desplazamientos permitidos por actividades esenciales. Pero quien hace la ley… bueno ya saben. La picaresca es nuestra especialidad moral. La calle era un circo. Europa nos miró entre indignada y atónita. Ya me he referido a tales fregados: Perros alquilados a tanto la hora. Listillos que paseaban la barra de pan media mañana. Otros iban a la tienda del barrio veinte veces al día: la leche y media vuelta, la fruta, los yogures, las galletas, el queso de la cena. En el supermercado de la esquina se multiplicaban los tiques de un euro, hasta que los empleados pusieron el grito en el cielo. Un señor paseaba un perro de peluche. Una señora mecía una pepona en el cochecito del bebé. La policía tuvo que convencer a un friqui disfrazado de dinosaurio de que su atuendo no le protegía del virus. Multas. O las romerías a la farmacia, al banco o al estanco. Nunca se vendieron tantos pañuelos desechables ni sobres sin sello. Una escena en la farmacia: uno compra, tres esperan (el fontanero, mi vecina y yo); la dependiente le da el pésame al cliente desconocido por el fallecimiento de su abuelo; estampida (¿sería coronavirus?). Los cajeros automáticos echaban humo por tantas peticiones de saldo, hasta que los bancos cortaron por lo sano porque las máquinas gastan electricidad, se estropean y el papel no es gratis. De pronto, todo el mundo se desvivía por cuidar a sus abuelos desvalidos que solo abrían la puerta al repartidor del super. Nos poníamos traje y corbata para bajar la basura. Hasta el presidente del gobierno se largaba a darse un garbeo a oscuras y en celada.

A partir del dos de mayo, además de los desplazamientos esenciales, se permitieron las salidas para practicar deporte no profesional (los profesionales del sofá se compraron un chándal y unas zapatillas en el chino más cercano y a trotar veinte metros). También, paseos a menos de 1 km del domicilio con una duración máxima de una hora. ¿Se puede controlar ese espacio-tiempo? Los paseos estaban limitados a unas franjas horarias. Cualquier ocupación, diversión, espectáculo, restaurante, ocio se convirtió en paseo. La gente deambulaba silenciosa por las calles, solos, parejas, tríos como mucho. Se guardaban distancias estelares. Nos mirábamos con recelo en una versión insólita del hombre, lobo para el hombre de Hobbes o del aforismo sartriano de que el infierno son los otros (en realidad, una visión teatral del narcisismo y las máscaras). Muchas calles se cerraron al tráfico para permitir ensanchar las aceras y evitar tumultos. Parecíamos zombis perdidos en los confines del barrio. Saludábamos a los vecinos con un gesto imperceptible, sin detenernos. Maldecíamos a los corredores que nos adelantaban resoplando a los cuatro vientos. Primeros indicios de fiestas y botellones. Las mascarillas pronto fueron tendencia: a juego con el conjunto, patrióticas, futboleras, totémicas, de todo menos baratas (y fiables); una especie de contra carnaval de Venecia donde nadie podía reír ni tocarse. Algo positivo: las mascarillas resaltan la belleza de los ojos femeninos e invitan a completar lo que queda oculto en la mejor versión pandémica de las mil y una noches. Cuando llegábamos al pico, según Simón el profeta, nos barrió la tercera ola. 

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