viernes, 4 de marzo de 2022

El origen de la religión

 

La antropología cultural explica los orígenes de la experiencia religiosa, el surgimiento del hecho religioso y sus raíces en la idea de lo sobrenatural.

Un solitario paseo vespertino por el antiguo cementerio de San Isidro, un bello camposanto situado en un alto de Madrid, nos conecta poéticamente con este sentimiento ancestral: la presencia de la tierra sagrada, el aleteo de las almas entre los cipreses, la soledad de los panteones ilustres… Ensoñaciones de un paseante solitario. No podemos sustraernos al misterio simbólico del más allá. Echa una mirada a la vida y a la muerte, ciudadano que pasas por aquí delante, reza el epitafio de una sencilla lápida. Nombres escritos en el agua.

La religión comienza con lo que todas las culturas, desde la prehistoria hasta nuestros días, entienden por sobrenatural. ¿Pero cuál es el origen de esta creencia universal? Los antropólogos Carol y Melvin Ember afirman que Los fantasmas y los espíritus ancestrales son seres sobrenaturales que en el pasado fueron seres humanos. La creencia de que los seres vivos pueden percibir la presencia de fantasmas o de sus acciones es casi universal. Esta cuasi universalidad puede tener fácil explicación: en las experiencias de la vida sentimos muchas impresiones que asociamos a un ser querido, y cuando este muere, seguimos sintiendo esas impresiones que, de algún modo, nos hacen creer que está vivo. El abrir una puerta o el olor a tabaco o colonia, evocan la sensación de que la persona aún está viva, aunque solo sea por un instante. Por otra parte, los sueños también recrean la idea de que los seres queridos siguen vivos. No es de extrañar, entonces, que todas las sociedades crean en fantasmas.

De hecho, el duelo por las personas más queridas puede tomar dos caminos opuestos (probablemente equivocados): huir de los fantasmas (cambiar de casa, ausencia de los objetos personales, viajes a lugares desconocidos) o convivir con ellos (convertir la casa en un jardín del recuerdo, con fotografías de los momentos compartidos y la urna de las cenizas en un rincón de culto). 

La experiencia religiosa tiene su origen antropogenético en el tránsito gradual de lo sobrenatural a lo numinoso, lo divino, lo sagrado, lo santo. Comienza con el reconocimiento durante el proceso de hominización de la existencia de poderes superiores a las fuerzas de la naturaleza que rigen de forma arbitraria el curso de los fenómenos naturales y sociales. La religión comienza con la posibilidad que tiene el hombre por diversos medios (invocación, rituales, ofrendas y sacrificios) de sentirse vinculado, religado a lo sobrenatural. Las pinturas rupestres del Paleolítico Superior, por ejemplo, tenían una finalidad ornamental, pero también propiciatoria, de invocación a los espíritus de la caza, la fertilidad o la guerra. El hombre ha creído en lo sobrenatural desde los primeros eslabones del proceso de hominización. Los yacimientos paleoantropológicos muestran al Homo erectus enterrado siempre en la posición supina de mirar a los cielos, de lo cual algunos filósofos desbocados han deducido unas incipientes inquietudes religiosas en los albores de la especie humana. Además, los monumentos funerarios de los yacimientos prehistóricos posteriores revelan la creencia en una vida sobrenatural o trascendente.

Vivimos tiempos difíciles para la religión. El problema central desde la Patrística, la Escolástica, la Reforma, El Concilio Vaticano II … hasta nuestros días ha sido la tensión entre razón (la ciencia) y fe (el dogma). Es decir, entre la comunidad científica y las iglesias. Durante la pandemia la balanza se ha inclinado claramente por la razón, incluso en los países más católicos: nada de procesiones, rogativas o triduos contra la peste; en misa, mascarilla y distancia social; en los entierros por covid tres familiares; en la entrada de la iglesia junto a la pila bautismal un dispensador de gel hidroalcohólico; las bodas y funerales, mejor aplazarlos hasta nuevo aviso. Afortunadamente la ciencia ha parado por ahora el apocalipsis mediante las vacunas. En pleno siglo XXI, hasta los fideístas más conversos aceptan que Dios ha creado el virus, como todo, pero no se hace responsable de sus efectos. Dudan: Si Dios no existe todo está permitido. Las coladas ardientes del volcán, la incompetencia de unos políticos que hacen del insulto, el tú más y del ventilador su concepción del bien común (Maquiavelo se quedó corto al describir el no lugar de la ética en la política); y ahora, los horrores de la guerra. Decididamente, la existencia de un Dios omnipotente e infinitamente bueno es incompatible con el problema del sufrimiento y el mal en el mundo. 

Hay tres soluciones teológicas a esta contradicción ajenas a las consabidas teodiceas tradicionales que lo justifican y racionalizan hasta eliminarlo y convertirlo en bien simulado o en líneas torcidas que finalmente se enderezan. La primera es la negación del Ángel caído, en palabras del iluminado párroco de la famosa novela “Cien años de soledad”, un inconsciente seguidor de las tesis ocultas de John Milton en El paraíso perdido o del esoterismo de William Blake en El matrimonio del cielo y del infierno.

Desde entonces manifestaba el párroco los primeros síntomas del delirio senil que le llevó a decir, años más tarde, que probablemente el diablo había ganado la rebelión contra Dios, y que era aquel quien estaba sentado en el trono celeste, sin revelar su verdadera identidad para atrapar a los incautos.

La segunda es la religión maniqueísta, fundada en el siglo III d.C. por Manes quien se consideraba a sí mismo el último de los profetas y a su doctrina la verdad definitiva. Su idea central es que el mundo está regido por dos principios contrarios y eternos de igual poder y jerarquía, el Bien y el Mal; ambos plenos y consistentes, enfrentados en eterno conflicto sin posible unidad de los contrarios. La prevalencia de uno o de otro es el reflejo de la vida misma, de la eterna agonía de las luces y las sombras. Hasta los ideales morales más nobles pueden mostrar de pronto las garras afiladas del monstruo. Inversamente, del cadáver vencido e insepulto de la bestia puede surgir los presagios del bien.

La tercera es el ateísmo. Aunque la religión es una institución aceptada en todas las culturas no es así en todos los sujetos. Hay compromisos teóricos y prácticos contrarios a la experiencia religiosa: los más conocidos son el ateísmo, el agnosticismo y la indiferencia. En los tres casos el mal en el mundo sólo es imputable al hombre. El ateísmo consiste en asumir simplemente o en demostrar racionalmente que Dios no existe. El ateísmo práctico se sitúa al margen de la existencia de Dios sin ninguna justificación conceptual. El ateísmo teórico pretende racionalizar el sinsentido de aceptar la existencia de Dios. Muchos han sido los maestros pensadores que han sido ateos: Marx, Nietzsche, Freud o Sartre. Científicos eminentes como Steven Weinberg o Stephen Hawking han afirmado que la ciencia puede concluir experimentalmente que Dios no existe. Uno puede ser un científico y tener creencias religiosas. Pero no creo que pueda ser un verdadero científico en el sentido más profundo de la palabra, porque son dos categorías del conocimiento incompatibles entre sí, comentó Peter Atkins, catedrático de la Universidad de Oxford. El mundo es lo que acaece.

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