viernes, 7 de enero de 2022

Series de la sexta ola: Colombo

 

A casi todos mis detectives favoritos les he dedicado algún artículo: Sherlock Holmes, El Padre Brown, Hercule Poirot, aunque me he dejado en el teclado otros como Auguste Dupin, Maigret o Philip Marlowe. Si el alfabeto griego de la pandemia continúa, acabaré por incluir, nimbado de gloria, al excelente Pepe Carvalho de Vázquez Montalbán. En cualquier caso, hay un sabueso televisivo al que he seguido fielmente desde los inicios de la serie en los años setenta. En estos tiempos de reclusión he revisado las siete temporadas que ofrece la plataforma Amazon Prime de Columbus en versión norteamericana, la original, o Colombo en la española. Más que una serie, donde el guion exige una continuidad narrativa, se trata de un conjunto de largometrajes independientes para la televisión con una forma argumental idéntica, unos elementos que se repiten y una estrategia de investigación sin precedentes. Las tres en una nos convierten en adictos incondicionales.

Lo cierto es que ignoramos su nombre porque siempre se refiere a sí mismo como teniente Colombo, un detective adscrito al Departamento de Homicidios de la policía de Los Ángeles; aunque en el episodio quinto de la primera serie, al mostrar su placa en un plano corto, se aprecia claramente el nombre de Frank. De su mujer, la señora Colombo, que nunca aparece ante la cámara, conocemos un heterogéneo repertorio de gustos y costumbres al hilo de los personajes del caso. Su principal determinación es la indeterminación. Lo poco que sabemos de la vida privada de Colombo procede de esta fuente. En una entrevista, Peter Falk (as Columbo) confesó que se llamaba Rose y que no pensaba decir más. También sabemos por uno de los episodios de la tercera temporada que tiene una hija y al menos dos hijos mayores. Mantienen una relación de pareja normal, convencional, se quieren y su mujer lleva las riendas de la vida familiar y social… aunque a veces dice haberla consultado sobre ciertos aspectos del caso que le quitan el sueño. Colombo es italoamericano. De su padre (por indicios policía fallecido en acto de servicio) sabemos que le enseñó el valor del trabajo y la honradez, de su madre que vive en la ciudad de Fresno (California) y a veces la visitan. En otros episodios menciona a su familia extensa, primos, cuñados, sobrinos, incluso sus profesiones que varían de una temporada a otra sin que al final sepamos con certeza de quien hablamos (otra vez los perezosos guionistas). Colombo significa algo así como Palomo, sinónimo coloquial de alguien ingenuo, despistado y fácil de engañar. Es el disfraz detrás del que se esconde un oficial astuto, observador e implacable.

La estructura argumental es inversa a la mayoría de los relatos de la novela negra en la que el asesino es descubierto en las últimas páginas tras una exhibición de perspicaces deducciones que ponen punto final al enigma. Todos los episodios de Colombo comienzan con la consumación del crimen perfecto. Desde el principio sabemos quién es el asesino y el móvil; suele ser un hombre o una mujer que pertenece a lo que los sociólogos llaman clase alta superior. Muchos son conocidos artistas, empresarios, ejecutivos, senadores, cirujanos o nuevos ricos. Una de las razones del éxito de la serie es que la figura del culpable siempre ha sido interpretada por actores famosos.

Los elementos comunes de la serie son inconfundibles: en cualquier época del año viste una gabardina pringosa que cubre un traje de color ratón que le sienta fatal, una camisa blanca mal planchada cuyo cuello sobresale de la chaqueta y una corbata oscura, demodée, con el nudo aflojado, corrido o apretado. Según parece la famosa gabardina no estaba prevista en el guion, simplemente el primer día de rodaje llovía y se la compró él mismo en una tienda de la cadena española Cortefiel. Es su uniforme de combate que contrasta con los atuendos elegantes y caros de los asesinos, incluso con los trajes correctos de sus subordinados. Otros ingredientes imprescindibles son los puros apestosos que fuma cuando está de servicio y el coche para el desguace (un Peugeot 403 del 59) que conduce a trompicones hasta la mansión o el chalé de lujo donde se ha cometido el crimen. A veces, hasta que enseña sus credenciales, sus interlocutores lo miran con aprensión, como si hablaran con un pordiosero. Tiene un perro al que llama perro, un sabueso cariñoso pero tontorrón, refractario al aprendizaje, incapaz de seguir una pista que no sea un terrón de azúcar que sirve de contraste con la verdad canina de Colombo: un perro de presa que no afloja las mandíbulas hasta que el culpable se rinde. Suele presentarse en el escenario del crimen medio dormido, sin afeitar, quejoso de su suerte, suplicando a un fresco agente de uniforme que le traiga un café por caridad; a veces aparece con un ruidoso catarro que molesta a todos. Come, si lo hace, a salto de mata, en carritos callejeros o baretos mugres donde conoce al dueño; le gustan los perritos calientes con mostaza, el chile picante con judías y los helados de cucurucho (que comparte con el perro). No bebe salvo que lo exija el caso y a veces prueba con deleite las exquisiteces que le ofrece el criminal cuando lo recibe en su casa entre alardes de gente importante. Nunca va armado (tiene problemas con sus superiores porque no asiste a las prácticas de tiro) y jamás emplea la violencia verbal o física. Es tuerto (de niño perdió un ojo debido a un tumor maligno), aunque no se le nota el ojo de cristal. Lo cierto es que con un ojo ve más que todos sus ayudantes juntos con los dos abiertos.

Los métodos de Colombo son bien conocidos. Escucha del sargento, entre bostezos, los hechos; levanta las orejas cuando le informa el forense de causas y horas y tras una ojeada general escucha por educación mal disimulada las teorías de sus colegas que justamente avalan las evidencias que ha sembrado el asesino. Una segunda mirada más minuciosa al cadáver y al escenario le revelan ciertos detalles insignificantes que no encajan con las apariencias. A veces son incoherencias menores, otras, descuidos imperceptibles, rendijas, disonancias brumosas. Comienza libreta en mano las interminables preguntas a próximos y lejanos. Y aquí interviene la asombrosa intuición de Colombo. El instinto le dirige rápido y con seguridad al culpable que se cree a salvo por la solidez de su puesta en escena. Pero Colombo lo acaba acorralando con una sagacidad envolvente. Lo sigue y persigue hasta la extenuación. La coartada se derrumba como un castillo de naipes. Lo interroga mil veces con refinada cortesía para pulir ciertas piezas del caso que no acaban de encajar. Cuando parece que se marcha, vuelve a la carga con su consabido: ¡Ah, se me olvidaba, una cosa más! Las pruebas arrugadas  que salen de los bolsillos de su gabardina son cada vez más concluyentes. Ha removido cielo y tierra entre bambalinas. Su información es exhaustiva. Cualquier dato relevante ha sido contrastado. Ningún culpable se escapa del agujero negro. No le queda más alternativa que confesar o tener que soportar el resto de su vida a Colombo .

domingo, 19 de diciembre de 2021

Mis experiencias en Cataluña

 

Recuerdo que, hace mil años, allá por el 2003, participé en una comisión del Ministerio de Educación y Ciencia para la elaboración de los curricula de mínimos de las asignaturas de Filosofía e Historia de la Filosofía. Una vez aprobados, los representantes del Ministerio y los directores de las comisiones del MEC se reunieron con sus homólogos de las Comunidades Autónomas para consensuarlos. Ardua labor, voto a tal. Lo cierto es que, salvo matices de poca monta, no hubo nada que objetar, ¡especialmente las delegaciones del País Vasco y Cataluña! (decía asombrado nuestro director). La conclusión era evidente. Cuando, al cabo de unos meses, comparamos los decretos de mínimos vasco y catalán con el nuestro, el estatal, lo único que pudimos detectar era un cierto aire de familia… El resto de los decretos autonómicos eran vagamente parecidos. Y a ver quién le pone el cascabel al gato. El actual problema de la cuota del 25% de castellano en las aulas catalanas, ratificado por el Tribunal Supremo, es básicamente lo mismo: como implementar medidas que permitan aplicar la ley. Misión imposible. La aplicación de un 155 permanente es una ocurrencia absurda. En realidad, es lo que desean los sectores más radicales del independentismo. Esperan que las democracias europeas, por más que conozcan el laberinto español, se harten de soluciones contundentes y acaben por darles la razón.   

Según parece, dicen los sociólogos y las urnas lo confirman, la mitad o más de los catalanes no son independentistas. Pueden ser españolistas, nacionalistas, cosmopolitas o nada… pero el catalán es su lengua materna y el castellano su segunda opción; tienen, por tanto, el privilegio cultural de ser bilingües. En mi opinión, no se puede poner puertas al campo. La enseñanza pública y concertada se impartirán antes o después en catalán. Y los que quieran que sus hijos aprendan en castellano tendrán que adaptarse al principio de realidad por mucha razón que lleven y un montón de sentencias los avalen. Alegan los españolistas contumaces que el catalán no tiene proyección internacional; lo cierto es que el castellano tampoco, al menos en la Unión Europea. Además, los catalanes lo hablan tan bien como el que más.  

Yo he vivido un año en Cataluña. Fue mi primera plaza como funcionario de carrera en la Enseñanza Media, agregado de instituto; saqué una plaza en el último tercio de la lista provisional y gracias. Me destinaron a Huesca, pero en la lista definitiva me desplazaron a Sabadell en pleno auge de la transición y del nacionalismo emergente. Me sentí más extranjero que en Lisboa (literal). Ser madrileño empeoró las cosas. Uno de los conversos de tercera generación (los más agresivos), sus abuelos eran de Almería, me preguntó de sopetón en la cafetería del centro delante de sus colegas si era de la brigada política social. Entonces yo era alto, rubio y de ojos azules; le respondí si tenía huevos para decírmelo en la calle, pero solos, sin la guardia pretoriana. Yo había dado clases de defensa personal durante dos años en una escuela de Madrid por mero deporte místico. Le mostré mi homologación de grado (que llevaba por primera vez en la cartera) para evitar partirle la cara y por ese lado se acabó el acoso. Se quejó a la junta directiva de que lo había amenazado en el centro, pero como lo tenían muy visto y, en el fondo, lo miraban como un charnego reciclado, ni siquiera me preguntaron por mi versión de los hechos.

Teníamos horario partido por lo que me apunté a comer con un grupo de compañeros, algunos foráneos, en el restaurante al que solían ir. Lo malo no es que hablaran exclusivamente en catalán, lo cual era lógico hasta cierto punto, sino que nos hacían un vacío cósmico. Dejé de molestarles con mi no presencia. Observé también, los pocos días que estuve, que un profesor de historia, catalán de pura cepa, respetado en el centro, les contestaba siempre en castellano cervantino (¡viva el pluralismo!). Les indignaba a todas luces, pero se callaban. La última celada que sufrí quedó en intentona tras una excursión de profesores organizada por el instituto a un bello pueblo del Alto Ampurdán cuyo nombre no recuerdo. Después de la comida se organizó una partida de póquer tapado con cuatro profesores a la que me dejé arrastrar por complacer a los nativos; no me gusta el juego y además suelo perder. Lo raro es que les gané una pasta gansa con la que pagué el alquiler de la casa. Pasó una semana plana y un martes, al acabar las clases de la tarde, uno de los componentes de la timba, lo reconocí al punto, un profesor de educación física calvo como una bola de billar y la principal fuente de mis ganancias, me dijo que los viernes solían echar unas manos de póquer en casa de J. otro de los perdigones, por si quería apuntarme. Sin tener que afinar mucho, me olí la tostada de los conjurados y el pelat. No sé qué excusa puse, pero el tentador se dio cuenta de que yo me daba cuenta y ahí acabó la cosa, deportivamente.

El Departamento de Lengua Catalana, que hacía entre otras las funciones de comisariado político, me citó por escrito a una reunión oficial. Lo dirigía la inefable Montse, entre cuyas hazañas se contaba el haber pedido en catalán chuletas de cordero en una carnicería del Mercado Maravillas de la calle Bravo Murillo distrito de Chamberí, Madrid. Ante su brava insistencia, el personal castizo se cabreó y se libró por muy poco de salir en bragas a la calle… Lo primero que me espetaron las chicas (se había corrido la voz de que era un matasiete) fue si era consciente de que le estaba quitando la plaza a un profesor catalán. Sí, dije escuetamente, lo lamento. Me preguntaron si pensaba quedarme mucho tiempo en Cataluña porque si era así debía apuntarme desde ya a las clases de catalán para “castellanos parlantes”. Les conté la verdad de mi rebote en la lista, que pensaba irme cuanto antes y que mi familia materna era catalana (mi segundo apellido es Isern, en realidad mallorquín, pero coló); que una parte vivía en Barcelona, lo cual era cierto, les di la dirección y estoy seguro de que lo comprobaron. Desde entonces me llamaban siempre “Isern” y me invitaron por activa y por pasiva a renunciar a mi turbio pasado madrileño. En otra reunión me hablaron largo y tendido, como algo nuevo para mí, del sentimiento catalán (o sea, antiespañol); de la represión lingüística y cultural durante el fascismo, de la aspiración irrenunciable de Cataluña a separarse del Estado y tal y cual. Sí, lo comprendo, les dije, reprimiendo un bostezo.

Me dieron un horario sobrecargado, pero era el último por número de registro y tuve que aguantarme (no había turno rotatorio). Por supuesto, los claustros eran en catalán con breves incursiones en castellano para dejar claro a los monolingües ciertos aspectos cruciales que se podían malentender. Deambulaba por la sala de profesores como burro sin amo. Por lo demás, la junta directiva del centro era pasota y tolerante. Al terminar las vacaciones de Semana Santa somaticé una extraña fiebre rebelde y me demoré, certificado médico en mano, una semana en volver a Sabadell. Nadie me pidió explicaciones; era como si no hubiera pasado.

Curiosamente, con quien mejor relación tuve fue con los alumnos, la parte contratante de la primera parte. Antes de pasar lista en todos los cursos, les aclaré por qué había recalado allí y nadie dijo nada ofensivo ni defensivo. Cuando pronuncié chapuceramente apellidos como Fortuny me corrigieron con humor. Me disculpé por mi torpeza. Algunos me preguntaron, con la mejor intención creo, si podían escribir los exámenes en catalán. Les respondí que podían hacerlo en la lengua que quisieran, pero si lo hacían en catalán, por culpa de mis carencias quizás no podría valorar en su justa medida lo que sabían, lo que podía perjudicarles en mi valoración de la nota. Por supuesto, el viejo truco. Nadie, en el año que estuve, me redactó jamás un examen en su lengua materna. Antes de dar las notas, generosas, les di las gracias por su colaboración en el proceso de aprendizaje y bla, bla, bla. Lo que sí puedo asegurar categóricamente es que escribían en castellano exactamente igual de bien y mal que los alumnos de otros centros públicos españoles en los que impartí mis clases. Además de los alumnos, lo dejo para el final, mi mayor satisfacción fue tener el privilegio de encontrar en Sabadell a uno de mis mejores amigos de siempre, Alfonso Giral. Las circunstancias de la vida nos separaron, pero siempre llevaré conmigo su mejor recuerdo. Va por ti, Alfonso.

lunes, 13 de diciembre de 2021

¿Liberales?

El término liberal está decididamente devaluado. Lo cierto es que el liberalismo actual en España, excepto honrosas excepciones, siempre tuvo unos perfiles débiles y difusos. Por más que el premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa trate de darle un noble sesgo ideológico, el liberalismo se ha desmarcado de los genuinos valores éticos del pensamiento de Stuart Mill: el progreso de las libertades civiles, la autonomía del individuo frente a todo tipo de presiones (como la opinión pública), la creatividad personal y la supeditación del legítimo interés individual a la utilidad del mayor número. En realidad, lo que ha hecho es invertirlos. En una tarde invernal de sillón, chimenea y manta les propongo que descubran uno por uno el sentido de tal inversión. Nunca deja de impresionarme en política el abismo entre teoría y práctica; entre pensamiento social y sociología empírica. ¿El puente? A pesar de las críticas ásperas de mis colegas de la Enseñanza Media (como debería llamarse), insisto en que las asignaturas de Filosofía e Historia de la Filosofía (unos estudios minoritarios más propios de la Enseñanza Superior) deberían ser, como mucho, opcionales y, en el fondo, sustituidas por las obligatorias de Ética social y política en la E.S.O., Introducción a la teoría política en Primero de Bachillerato e Historia de las ideas políticas en Segundo de Bachillerato. Puro utilitarismo educativo.             

La práctica: en la actualidad, dícese liberal del seguidor de una ideología conservadora cuyo principio es el respeto al adversario… en la oposición. Las dos grandes lideresas de la Comunidad de Madrid se autocalifican de liberales. Un partido político como Ciudadanos nació con la pretensión de un liberalismo renovado, europeísta, ajeno a los embrollos del Partido Popular. Obtuvo en principio un notable crédito electoral hasta que, finalmente, sus propuestas resultaron calcadas en la forma y en el fondo de la derecha conservadora (a la que pretendía desplazar con sus mismos argumentos) por lo que sus seguidores, como es lógico, eligieron votar al original antes que a la copia. El refranero es sabio: La avaricia rompe el saco. Fusión o extinción, ese es el dilema de Ciudadanos.

La fusión (o confusión) entre los liberales recalcitrantes de la Escuela de Chicago y los conservadores hace tiempo que ha mutado en Estados Unidos a la variante neo (donde puedes completar indistintamente neoliberal o neoconservador). El laberinto español, anterior y posterior a la Guerra Civil, tiene vida propia, aunque el resultado sea parecido. Si los neos pierden el poder en las urnas intentan recuperarlo mediante la estrategia del golpe de Estado permanente; un golpe institucional, en principio, donde todos los medios son válidos excepto el juego limpio y la competencia leal entre ideas. El asalto al Capitolio de los Estados Unidos el 6 de enero de 2021 fue la señal de alarma de que la democracia está en peligro.

El Neo sirve de soporte a los desmanes de la globalización que ha traído al mundo la peste de la crisis económica de 2008. Su lema (resuenan los ecos de Adam Smith), cuantas más riquezas acapares, más felices seremos todos, no suena nada filantrópico. Al revés, los desastres medioambientales (desde el cambio climático, el descontrol industrial y la desnaturalización de la flora y de la fauna) han propiciado, sin duda, la pandemia covid. Las palabras mágicas que esgrimen los neos son individuo, pluralismo y libertad. Individuo significa que alguien nacido en la clase alta es capaz de mantener sus privilegios e incluso ampliarlos por méritos propios. Pluralismo, palabra noble en sí misma, ha sido sustituida por el relativismo del todo vale que finalmente es el disfraz de los neos para ocultar el pensamiento único. Libertad equivale al libre flujo de capitales, al rechazo de la iniciativa estatal en materia económica, es decir, a la no intervención del Estado en la regulación de los mercados y a la privatización o externalización masiva de los sectores públicos.

Como dice con buen criterio mi buen amigo Javier desde la ética: lo malo de los liberales es que al final no son nada liberales.

martes, 30 de noviembre de 2021

Fines del mundo

 

La expresión el fin del mundo es ambigua. Puede tener un significado finalista (o teleológico), un significado terminal (o escatológico) y un significado personal (o tanatológico).

Podemos prescindir del primero: en el mundo todo es como es y sucede como sucede, carece de causas finales, incluso en su dimensión biológica. La evolución de la vida en la tierra o la aparición de la especie humana no tienen ninguna finalidad. La selección natural es un mecanismo biológico equivalente a la ley de la gravedad. No es posible, por tanto, preguntar por el sentido del mundo. La frontera del conocimiento sería la paradoja metafísica de por qué hay el ser y no más bien la nada. La cual no equivale a la investigación física sobre el origen del universo. La primera busca un propósito, la segunda una explicación. Hablar del problema del mal en el mundo es un sinsentido: la erupción de un volcán o las mutaciones de un virus pueden ser explicadas, no evaluadas.  En el mundo no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor, sólo sería un malentendido del lenguaje. El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. Dentro del mundo hay que guardar silencio. De lo que no se puede hablar, mejor es callarse. Fuera del mundo podemos conferir todo tipo de sentidos: éticos, estéticos, políticos, teológicos, filosóficos, esotéricos…

Del segundo significado del fin del mundo hay numerosas teorías. Prescindimos de las trompetas apocalípticas de carácter religioso y de las absurdas profecías pseudocientíficas. La ciencia predice que dentro de unos cinco mil millones de años el Sol habrá consumido todo el combustible de su núcleo, el hidrógeno. Entonces, comenzará a fusionar helio, se hará cada vez más grande, como un globo que se infla, y se convertirá en una gigante roja. Se hinchará tanto que su tamaño será casi doscientas veces el actual, se tragará a Mercurio y Venus, aunque no está claro si hará lo mismo con la Tierra. En todo caso, la temperatura será tan alta que la vida en nuestra única patria y morada será imposible millones de años antes. Por entonces, la especie humana o bien se habrá extinguido o habrá conseguido emigrar a otros mundos (naturales o artificiales). Me inclino por lo primero. En realidad, la especie humana es especialmente autodestructiva. Tres ejemplos: la confrontación cada vez más caliente de las grandes potencias mundiales. La imparable carrera de armamento es el trasfondo de la política internacional ante la evidencia de que el poder político está subordinado al poder económico, pero ambos, en última instancia, al poder militar. Otro: Las dos potencias que emiten más gases contaminantes del efecto invernadero, China y Estados Unidos -en torno al 40%- no se han adherido al Acuerdo de París (2021). La realidad hasta ahora es que de las 18 economías que más gases de efecto invernadero expulsan a la atmósfera, solo dos han revisado al alza sus planes de recorte con una notable ambición, como ha destacado Naciones Unidas. Se trata de la Unión Europea, que ha elevado del 40% al 55% su objetivo de reducción de emisiones en 2030, y el Reino Unido, que ha pasado del 53% al 68%. Tampoco los países del llamado primer mundo acaban de entender que es imposible vencer localmente a una pandemia mundial. En los países con recursos económicos el índice de vacunación es relativamente alto: se calcula que más de un sesenta por ciento de la población ha recibido la pauta completa, mientras que en los países pobres es tan solo de un tres por ciento. En muchos países del primer mundo ya se va por el tercer pinchazo, pero las olas no cesan de infectar a la población. Conclusión: mientras los países del tercer mundo no tengan acceso masivo a las vacunas continuarán las mutaciones cada vez más agresivas. No parece viable ponernos cuatro vacunas al año y cerrar las fronteras en un mundo globalizado. La pandemia es una extraordinario ocasión para entender las miserias del nacionalismo y la verdad del cosmopolitismo. Desde hace mucho tiempo, quizás desde los antiguos estoicos, la filosofía espera un tratado cuyo título sea “Principios de una ética cosmopolita”.

Del tercer significado del fin del mundo hay que comenzar con otra proposición del Tractatus: Así pues, en la muerte el mundo no cambia sino cesa. Las expresiones de tránsito (pasó a mejor vida, alcanzó la vida eterna, está con los más, descansa en paz) son eufemismos cuya finalidad es ocultar que con la muerte no cambiamos de estado, simplemente desaparecemos. No deberíamos reflexionar demasiado sobre la muerte puesto que carecemos de información fiable. Tu propia muerte (no la del otro, la que conocemos) es una experiencia única e irrepetible. Cada cual, a solas consigo mismo, conocerá los pormenores de su propia muerte: eso significa realmente la expresión “afrontar la muerte”. El acontecimiento de la hora postrera está reservado a un solo espectador. Podemos imaginar, adelantar acontecimientos, pero sólo son fantasías cuya finalidad puede ser múltiple, positiva o negativa, excepto saber algo de nuestra propia muerte (el último momento de nuestra identidad personal). Tu muerte es tuya, del soneto de Agustín García Calvo. La expresión La muerte no es final, símbolo de la trascendencia, deja intacto el fin del mundo y nos traslada a otro más misterioso y quizás indeseable. Terminamos como empezamos, con otra lúcida proposición de Wittgenstein: La inmortalidad temporal del alma humana, esto es, su eterno sobrevivir aun después de la muerte, no solo no está garantizada de ningún modo, sino que tal suposición no nos proporciona en principio lo que merced a ella se ha deseado siempre conseguir. ¿Se resuelve quizás un enigma por el hecho de que yo sobreviva eternamente? Y esta vida eterna ¿no es tan enigmática como la presente?   

jueves, 25 de noviembre de 2021

Analogías de la peste negra

 

A las epidemias les ocurre lo mismo que a las revoluciones: en realidad no hay más que una. La lectura durante el confinamiento de La peste de Albert Camus (cada libro tiene su momento), me reafirma en esta convicción. Resultan sorprendentes las semejanzas entre la peste negra del siglo XIV y la pandemia actual. La muerte negra procedente de China alcanzó su punto máximo entre 1347 y 1353 y acabó con la mitad de la población europea. La mayoría de la gente, la plebe, era pobre, inculta y en su mayoría analfabeta: para los campesinos lo más parecido a un texto eran las imágenes de templos y catedrales. En realidad, nadie sabía lo que ocurría. Tampoco se acordaban de la epidemia de peste bubónica de Justiniano (541-549) que asoló el Imperio Romano de Oriente. Las únicas fuentes de información eran los hechos y las Sagradas Escrituras. La creencia popular consideraba a la peste un castigo por los pecados de la humanidad. Como las plagas de Egipto. Se trataba de “un acto de Dios”. Cuando el mal se expandió sin solución, nobleza, clero y pueblo llano buscaron la intercesión divina para contenerla. La Iglesia organizó preces y rogativas bajo el amparo de alguna Virgen o santo venerado. Las sangrientas procesiones de los flagelantes desplazándose de pueblo en pueblo entre súplicas y gritos de agonía surgieron como una forma de apaciguar a un Dios justiciero y librar el mundo de la guadaña. Algunos visionarios pronosticaron que tenía un origen astrológico (eclipses, paso de cometas, conjunción de planetas). La mortandad cesaría cuando los cielos recobraran sus ciclos normales. Hubo profecías sobre el fin de la humanidad. También abundaron las teorías conspiranoicas: se culpó a los judíos de envenenar los pozos del agua, corrió el bulo de que enfermaban menos que los cristianos y se desencadenó una cruel persecución antisemita. Proliferaron los curanderos que vendían remedios a base de hierbas medicinales, maderas aromáticas y emplastos inocuos. Las supersticiones y falsos anuncios recorrieron campos y ciudades. Muchos se enriquecieron con el tráfico de reliquias, escapularios, y rosarios que circulaban de mano en mano trasmitiendo la enfermedad. Los apestados, cuyos primeros síntomas eran la fiebre alta, tos pertinaz, dificultad para respirar y un terrible dolor de cabeza fallecían en menos de cuatro días. Eran trasladados en carros y enterrados en fosas comunes lejos de las ciudades, a veces sin que sus familias pudieran despedirlos ni celebrar velorios y entierros por temor a nuevos contagios. Una familia hacinada en su mísera casa podía desparecer en una semana.

Los médicos surgidos de las universidades europeas, lucharon contra la peste con los pocos medios que tenían. La medicina medieval era más descriptiva y clasificatoria que científica y estaba influida por los conocimientos en parte empíricos, en parte especulativos de los médicos grecolatinos. Muchos, sin la protección adecuada, se infectaron al tratar a sus pacientes. En realidad, no podían hacer prácticamente nada. Por supuesto, fueron incapaces de determinar las causas del contagio. Los grandes hospitales se fundaron en el siglo XIV como respuesta a las exigencias de la pandemia. En Madrid se crearon nueve, uno de ellos llamado Hospital de los pestosos. Una de las medidas era aislar a los pacientes infectados en tierra y mar durante un periodo de cuarenta días o cuarentena hasta considerarlos fuera de peligro. Entre las normas de prevención personal se recomendó lavarse las manos y pies y salpicarlos con agua de rosas y vinagre, así como quemar las ropas y enseres de los muertos. También se usaron picudas mascarillas impregnadas de sustancias aromáticas fabricadas en talleres venecianos. El origen y la rápida difusión de la peste se debió al auge del comercio internacional; las ratas infectadas viajaban en los barcos, contagiaban a los tripulantes que, a su vez, lo extendían por los diferentes países. Obviamente la epidemia afectó a todos los sectores de la población. La muerte era la gran posibilidad democrática. Muchos huían en masa de los núcleos más afectados llevando consigo el mal o la pulga portadora de la enfermedad en sus equipajes, lo que contribuía a la propagación de la peste.

Algunos galenos difundieron explicaciones aproximadas: los efluvios de los cuerpos enfermos, la corrupción del aire provocada por la descomposición de la materia orgánica, los miasmas del agua estancada (las calles eran lugares insalubres) y las deficientes condiciones higiénicas y alimentarias de la población. Hasta el siglo XIX no se descubrió que la causa era la bacteria yersinia pestis que afectaba a las ratas que, a su vez, la trasmitían a los humanos a través de las pulgas que vivían en estos roedores. Se trata, por tanto, de una zoonosis.

Inversamente, la inminencia de la muerte desencadenó, en los albores del Renacimiento, la alegría de vivir, el amor profano, la sensualidad y los placeres terrenales. Hay que vivir al día, gozar del presente, burlarse de la parca. Los cien cuentos de El Decamerón (1353) de Boccaccio y los ciento veinte de Los cuentos de Canterbury (1380) de Chaucer son el espejo literario de esta nueva visión que se aleja de la teología fatalista del mundo como un valle de lágrimas donde el hombre debe aceptar el sufrimiento porque será recompensado en la vida eterna por su obediencia y resignación.

viernes, 12 de noviembre de 2021

El metaverso

 


Se debe al obispo anglicano irlandés y filósofo empirista George Berkeley (1685-1753) la conocida sentencia: “Ser es ser percibido”. Lo que significa que, con rigor, nada más allá de nuestra experiencia intrapsíquica puede ser confirmado como existencia segura. Para Berkeley, tan solo conocemos las cosas por su relación con nuestros sentidos, no por lo que son en sí mismas. En otras palabras, únicamente podemos aceptar como estrictamente ciertas nuestras representaciones en el gran teatro de la mente. Los límites de mis percepciones son los límites de mi mundo. La misma realidad física de las cosas queda reducida a "experiencia interior" o conjunto de percepciones subjetivas. Inmaterialismo, idealismo, psicologismo. Lo cierto es que este tipo de cuestiones, que hoy nos parecen algo rancias cuando no superfluas, eran las que ocupaban las sesudas cabezas de la Ilustración inglesa. Sin embargo, si nos tomamos más en serio la identidad entre realidad y percepción pronto descubriremos que no se trata de un mero juego de salón, de una paradoja de fabricación británica (¿sigue el cuadro colgado en la pared cuando salimos de la habitación?). Me atrevo a decir que no hay nada tan actual.

Las grandes tecnológicas, por el momento Facebook y Microsoft, se apuntan a la llamada meta realidad (meta en griego significa “más allá”). Un nuevo salto cualitativo en el uso de las redes sociales. El objetivo de Meta es crear un “metaverso”: un universo digital, un segundo mundo, al que los usuarios podrán acceder mediante dispositivos como las gafas inteligentes. El metaverso es la realización del viejo ideal de telépolis, la utopía renacentista de la ciudad perfecta, una realidad virtual y colectiva sin las limitaciones espaciotemporales del primer mundo. En este universo paralelo las personas interactúan a través de dobles o avatares en cualquier tipo de eventos imaginables en el planeta, incluso en las galaxias, agujeros de gusano y otras entelequias matemáticas. El Paraíso veneciano de Tintoretto deberá ser sustituido por las maravillas de unas culturas angélicas donde la materia se ha transformado en espíritu (otro homenaje a Berkeley). Al principio, algunos eventos serán gratuitos (el gancho) y después pago por percepción. A su vez, cada evento dispondrá de distintas variantes de creciente interés: no será lo mismo asistir en directo a un concierto de los Rolling Stones en Hyde Park que sustituir a Charlie Watts en la batería. No será lo mismo viajar a las Islas Galápagos que a una civilización perdida en el infinito, poblada por unos seres que llevan cientos de millones de años en el cosmos: en realidad una ilusión porque no dejará de ser un producto de la imaginación humana, aunque desconocemos los límites creativos de la inteligencia artificial. Por supuesto, gastos extras. Se crearán grandes plataformas temáticas. Está sobre la mesa el mayor negocio de la historia. En Meta, aún más que en el primer mundo, se puede afirmar sin ninguna concesión especulativa que ser es ser percibido. Como siempre, el cine de ciencia ficción se adelantó e incluso anticipó una meta-meta realidad: recuerdo las estupendas cintas “Desafío total”, “Matrix” o “Avatar” en las que se accede a la realidad virtual no mediante dispositivos intermedios como las gafas inteligentes, sino mediante tecnologías que conectan directamente nuestro cerebro con el tercer mundo. ¡Si el obispo irlandés levantara la cabeza!

miércoles, 3 de noviembre de 2021

El videojuego del calamar

 

El juego del calamar es una serie de Netflix concebida, en el fondo, como un videojuego en el que hay que superar sucesivas pantallas. En un videojuego tras cada nivel que pasas aprendes más trucos y obtienes más poderes para el siguiente. Igual que en el calamar, cuyos participantes compiten en seis juegos infantiles en los que si pierden, pierden la vida. Comienzan 456 jugadores y sólo uno puede ganar la fabulosa cifra de millones que se acumulan tras la eliminación a tiros de cada perdedor. Prescindo aquí de las inevitables interpretaciones sobre el mensaje anticapitalista o la crítica a las miserias de la condición humana que según muchos expertos son la moraleja de la serie y me quedo con la reiterada alerta sobre los peligros de que los niños y adolescentes la sigan por razones miméticas y emocionales. Es obvio que nadie en su sano juicio dejaría que un niño la viese. Además, se aburriría como una ostra porque los juegos de la serie están tan cruelmente deformados, tan contaminados de relaciones tóxicas, que no forman parte del universo infantil. Pero dudo que hiera la sensibilidad de un adolescente de doce años, acostumbrado a lidiar en su videoconsola con juegos violentos, agresivos o de supervivencia donde todo son disparos, explosiones y emboscadas en las que el protagonista que elijas (suele haber varios tipos de superhéroe) tiene que liquidar a todo lo que se le ponga por delante. Obviamente descarto los juegos sadomasoquistas, gore, racistas (tipo “cacería del negro”), supremacistas y homófobos. De hecho, estoy convencido de que en breve la serie se convertirá en El videojuego del calamar. El argumento es el mismo: se ha especulado por psicólogos y sociólogos sobre los efectos nocivos de ciertos videojuegos en los jóvenes. Se aduce que los menores y adolescentes no tienen suficiente capacidad para distinguir la realidad de la ficción y corren el riesgo de mezclarlas en el patio del colegio. Más bien tengo la impresión de que quienes deliran son muchos adultos en su vida privada y pública. En un videojuego no se produce ningún proceso de identificación con los personajes, simplemente ganas o pierdes. Por eso, la mayoría de las películas basadas en videojuegos han sido un fracaso, aunque no al revés. El héroe de un videojuego carece por definición de un perfil humano (y menos literario), por lo que resulta un fraude crearlo. Lo contrario, privar al hombre de sus atributos, es lo más fácil del mundo. En realidad, es lo que hacen los malos guionistas. Tiran del archivo de prototipos y levantan un andamio sin tornillos que al final se cae en las narices del autor. Un videojuego no es una parábola moral sino un desafío lúdico. Cualquier consideración sobre el significado “profundo” de la trama introduce un considerable ruido y se convierte en un elemento perturbador de la diversión. Lo cual no significa que haya jóvenes que desarrollen conductas violentas, agresivas e incluso criminales, pero sus causas proceden de otras circunstancias personales. Estoy convencido de que un joven dentro de la norma estadística, una vez que apaga la consola borra de su mente todos los componentes conflictivos, desconecta de su envoltura agresiva y, en todo caso, su pensamiento en segundo plano se enriquece con la inteligencia lógica que ha adquirido mientras resolvía las dificultades del juego. Por su parte, su inteligencia emocional permanece vacía, al margen, porque no tiene ninguna función que le sirva para evitar obstáculos, resolver problemas y pasar de pantalla. Es un ejemplo perfecto de la máxima de Ockham de no multiplicar los entes sin necesidad. La diversión consiste en salir del laberinto, no en construir otro paralelo. ¿Significa esto que los videojuegos son positivos? De nuevo descarto a los adictos de la pantalla que se aíslan del mundo en su madriguera, prescinden de cualquier relación social y sólo contactan con sus iguales mediante chats o plataformas monocordes. Por lo demás, creo que su uso es beneficioso para quienes lo practican con cualquier edad y condición.

El calamar no tiene una pantalla final, como la mayoría de los videojuegos (o películas populares) con éxito. El final de la serie es absurdo, pero no en sí mismo (qué más da) sino porque resulta demasiado evidente que queda abierto a una segunda temporada. El único efecto mimético, según parece, ha sido la gran demanda de disfraces para Halloween copiados de los personajes. Por cierto, estoy de acuerdo en que Halloween es un claro ejemplo de una tradición cultural extraña que en parte se ha impuesto y en parte se ha superpuesto a la nuestra (mucho más macabra, por cierto). Lo que resulta evidente es que la tradición importada es mucho más divertida para los niños con sus disfraces en el cole, sus calabazas y su continuación en la calle. Y también para los padres que disfrutan con las compras y preparativos de un jubiloso día de todos los santos.