miércoles, 5 de octubre de 2022

Galicia y Levante

 

Reconozco que formo parte de los urbanitas del interior. Puedo pasar un mes de vacaciones en la costa, pero después necesito volver y sentir con alivio la distancia del mar. Lo contrario que una amiga, malagueña salerosa: no veo el mar desde mi casa, dice, ni voy al atardecer al paseo marítimo, pero sé que está ahí y no podría vivir sin saberlo.

Veraneaba hace un montón años, cuando mis hijos eran pequeños, en las Rías Baixas, en una finca compartida con otro matrimonio, que me alquilaba un paisano de Nigrán. Era propietario de un piso céntrico en Vigo y conducía un mercedes seminuevo. Según decía vagamente, trabajaba de empleado en una empresa de limpieza de cristales… pero en Galicia las cosas son como son y pasa lo que pasa. Lo mejor es no preguntar. Los paseos marítimos están cada vez mejor embaldosados y las farolas nuevas. Su hijo menor, Peio, lector infatigable, estudiaba Derecho en Santiago de Compostela y los fines de semana faenaba la sardina con su tío en un pesquero de bajura. Amaba el mar y se ganaba la vida. También era aficionado a rimar versos que me solía enseñar para pedirme mi opinión, siempre benévola. Todavía conservo algunos que me regaló y que reparto con cariño por el texto.     

¡Mar, abismo, abrigo!

En apegos de un algo me llamas

sin saber ese algo que sea.

Y a tu lado mi alma se inflama

de un no sé, que Dios quiera que sepa. 

Buscado o no buscado, un remedo becqueriano. Este romántico rapaz, que conocía mis discrepancias con el mar, me dio la clave del problema. Una tarde que volvía del pantalán de Bayona de pescar caballas, me lo encontré en la puerta de la Lonja cuando iba a buscar a su novia.

- ¿Cuántas has pescado, me preguntó risueño?

- Una o ninguna le dije, y se sonrió.

Miró con curiosidad dentro de mi menguada nasa (algo de morralla para disfrute del gato) y me dijo antes de emprender la marcha: Tú confundes el mar con la playa llena de gente. Y añadió unos versos que imitaban a Espronceda.

Del mar en las playas

su nombre sagrado

con sordos afanes

las olas murmuran.

El sol ya declina

con fuego rosado

y oscuros celajes

tan solo fulguran. 

Llevaba razón. Los días de sol íbamos a Playa América o a la de Patos; el primer contratiempo era aparcar el coche en un solar polvoriento y el último, al volver, diez minutos de sofoquina en un horno con ruedas. Las playas gallegas tienen algunos inconvenientes. Se puede pasar una semana lloviendo a modo o soplar durante días una nortada gélida o entrar una niebla que te cala hasta los huesos y no ves a cinco metros; hay que usar sandalias fanequeras si no quieres acabar rabiando en el puesto de la playa con el pie rebozado en pomada; también puedes disfrutar de un día perfecto con bandera azul, pero el agua está a diecinueve grados o menos. Me compré un termómetro de agua en una tienda playera, una mini boya curiosa, y las medidas eran de bañador de neopreno. Los niños huyen en cuanto tientan el agua. Después se esfuman con sus amigos en busca de aventuras piratas y cuando vuelven hay que hacer el recuento. ¿Dónde se habrá metido Edu? Se oye el altavoz: se ruega a los padres del niño… El resto es perfecto: la comida y la bebida, la dormida, la brisa de la noche, las rías, el paisaje agreste y verde todo el año, la gente tan especial, las tradiciones celtas, las meigas y los conjuros con aguardiente. Las bodas que duran tres días: percebes, nécoras, camarones, almejas, navajas, vieiras, langostas, erizos y las incomparables centollas salvajes. Sin olvidar el pulpo y los mejillones. No soy demasiado marisquero. En cualquier caso, mi plato favorito son las caldeiradas de rape, merluza y mero.

Algunas malas lenguas dicen que en Galicia todo es bueno menos la temperatura del agua, al revés que en la costa de Levante. Que allí, excepto los arroces, la comida no es gran cosa. Dicho así, de modo faltón, no es cierto. La gran diferencia es el turismo masivo, extranjero, ávido de secarse al sol: chiringuitos saturados, precios disparados y cartas de media página con pollo, sepia y gambas congeladas como estrellas del menú; de postre, helados industriales.

Si con baja mar encallo

en playas de mucho abrigo,

me vuelvo tarumba, amigo,

en menos que canta un gallo. 

Dos excepciones: el zumo de naranjas recién cortadas y la horchata de chufa comprada en la fábrica. O la exquisita gamba roja de Denia. Por supuesto, hay restaurantes de alta cocina… pero hay que pagarlos. También es radicalmente distinto el entorno urbanístico mediterráneo del que tanto y tan mal se ha hablado y del que nada tengo que añadir excepto que le debemos gran parte del PIB. En las playas más concurridas había, al menos hasta ahora, la pícara costumbre de dejar toda la noche las sombrillas y toallas en primera línea de playa para ocupar por la mañana los mejores sitios. Temprano, algún corredor solitario estrena la arena rastrillada y alisada por las máquinas. A lo lejos, un abuelo madrugador se pasea con su perro suelto. Después del desayuno empieza la gente a llegar. Las doce en el reloj. No hay mayor sensación de soledad que estar debajo de una sombrilla en una playa abarrotada. A intervalos regulares te cueces al sol y tienes que ir al agua con chanclas si no quieres abrasarte los pies. Primero hay que sortear a los que van y vienen a paso ligero por la orilla. Después procurar que una pelota de los palistas no se incruste en tu cabeza. Cuando por fin consigues meterte en el agua, tras salvar el escalón, una legión de bañistas, padres, hijos, abuelos y nietos se divierten con toda suerte de canoas hinchables, escafandras de plástico, cocodrilos flotantes y neumáticos de tractor. Como el agua está a treinta grados, los vecinos de las urbanizaciones hacen corro y tertulia. La única salvación es nadar mar adentro. En cualquier caso, lo que más me asombra es la gente que se lleva la comida a la playa con nevera y tarteras. También los negros cargados de alfombras, relojes y pareos que te acosan si los miras.

En una tienda, señores,

de Doña Esperanza Martos

encontré por cuatro cuartos

mil géneros superiores.

Allí adquirí el tratado

de vivir sin trabajar

y el método de pasar

por personaje encumbrado. 

Lo mejor: el baño a última hora de la tarde, en esa hora mágica que no es día ni noche, cuando la playa se vacía y se encienden las primeras luces de la costa.

Al vago resplandor del viejo día

arenosas las playas en lugar desierto,

sonoro y apacible el mar batía

formando un mágico concierto

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