jueves, 20 de octubre de 2022

El acoso escolar

 

Cuando estudiaba a finales de los años sesenta en un instituto de enseñanza media de una pequeña ciudad de provincias ya existía el acoso escolar o bullying. El Jefe de Estudios y mis padres vivían puerta con puerta, lo que me convertía en pelota y enchufado. Publiqué, ayudado por mi abuelo, lo confieso, algún artículo en Perfil, la revista del Centro, lo que me convertía en listillo y pedante. Además, sacaba unas notas decentes porque por las tardes me obligaban a estudiar y hacer los deberes, lo que me convertía en empollón y engreído. La típica víctima del acoso escolar. Eran tiempos de hambre y, paradójicamente, eso me salvó. Una mañana durante el recreo se me acercó un compañero de clase, Flores, no me acuerdo del nombre, vecino del barrio de San Antón, un repetidor de raza gitana alto y recio. Miró mi bocadillo de Nocilla y me dijo: me puedes dar un poco, tengo mucha hambre. Se lo di entero y al día siguiente el de foie gras La Piara. Se lo conté a mi madre que previsora me preparaba dos bocadillos que compartía con mi colega. Un día, dos matones de la clase, Óscar y Conejo, que me la tenían jurada desde hacía tiempo, me pararon en el patio con aviesas intenciones. Cuando me dieron el primero empellón, apareció Flores: si alguien se mete con mi amigo, se puede ir con un ojo a la funerala, les dijo con un tono que no dejaba lugar a dudas. No te metas en lo que no te importa, gitano, le dijeron, pero volvieron grupas. Al acabar las clases se me acercó Flores y propuso acompañarme hasta mi casa. Sabía latín, pero del que se conjuga en la calle; en la primera esquina me esperaban los del patio para ajustar las cuentas pendientes. Todo fue muy rápido: el primero, Óscar, dio una vuelta de campana en el aire y cuando pudo levantarse tras recibir un patadón salió al galope entre maldiciones. El segundo recibió una bofetada de tal calibre que giró sobre sí mismo, se tambaleó, y entre gemidos se retiró gemebundo tapándose la nariz. Nunca más volvieron a molestarme. Flores no superó la reválida de cuarto. Amigos para siempre. Los otros tampoco.

Durante bastantes trienios impartí clases en un instituto de enseñanza secundaria de la periferia de Madrid. Allí conocí algunos casos de acoso escolar. En uno de ellos me vi envuelto. En mitad de una insufrible clase de ética en el pabellón de alumnos de la ESO escuchamos de pronto gritos femeninos de auxilio. Se hizo el silencio durante diez segundos. Varios profesores de la planta salimos al pasillo. El conserje, un guardia civil retirado, subía la escalera a grandes trancos. Los chillidos provenían de los servicios de alumnas. Nos encontramos a una adolescente semidesnuda, llorando y a punto de sufrir un ataque de nervios. Según su relato en el despacho del jefe de estudios, en presencia de sus padres, los testigos, la orientadora, la tutora de grupo y un agente de la policía nacional, dos alumnos habían abusado sexualmente de ella sin consumar la violación. Los conocía, aunque eran de otro curso de la ESO. Los buscamos, pero se habían ido del centro en cuanto la cosa se les fue de las manos y se dieron cuenta de que en este caso No era No. Huyeron por la escalera opuesta a la del conserje y debieron de saltar alguna valla porque el instituto estaba cerrado a esa hora. Al final, como es obvio, no tuvieron más remedio que comparecer y dar su versión. La conclusión oficial, admitida vagamente por la víctima, es que el día de autos la chica los había incitado y excitado en los servicios hasta que se dio cuenta de la magnitud de lo que se le venía encima, nunca mejor dicho. Sus compañeras de curso confirmaron que era un tanto lanzada y que su noviete, del mismo grupo que los implicados, hacía poco que la había plantado. Hubo expulsiones de un mes a los chicos y un serio aviso de prudencia a la incauta mocita. Sus padres no daban crédito, se aferraban a la inocencia de su hija y culpaban de lo ocurrido a la falta de previsión de los profesores. Si cree que el asunto va más allá de los acuerdos, ponga una denuncia en el juzgado, le aconsejó la directora. Nunca más se supo.

Me vi metido en otro caso de acoso escolar en un colegio concertado, ahora como viejo amigo del padre de un estudiante de bachillerato al que un grupo de compañeros le hacían la vida imposible dentro y fuera del centro (le quitaban los libros, le tiraban de todo en el patio, ¡a por él, gritaban al salir de clase!). Se lo contó a mi hijo, amigo de pandilla veraniega, que estudiaba en otro centro, pero no a sus padres bajo presión de los acosadores. De inmediato llamé a mi amigo y a su mujer, les puse al tanto del problema y les ofrecí mi ayuda como profesional de la enseñanza. Desolados tras hablar con su hijo, aceptaron. Hacía poco tiempo había colaborado como experto en algunos proyectos del Ministerio bajo la coordinación de la Alta Inspección Educativa. Sabía a qué puertas llamar. Días después, a última hora de la mañana, tras la cita concertada, pasamos al despacho del director de colegio (religioso, por cierto) los padres del chico, el inspector jefe de zona y yo mismo. Tras ponerle el inspector al tanto de los hechos, el director, profesor de Lengua, incómodo, trató de darnos largas.

- Tengo clase dentro de diez minutos, si me disculpan podemos continuar mañana si les parece.

- Envíe a un profesor de guardia a su grupo, le dijo el inspector en tono educado pero imperativo. Estaremos aquí hasta que yo lo indique y solucionemos este caso de maltrato escolar. Ante la incipiente protesta del director, el inspector le recordó que desde que él entraba en el centro, como debía saber, asumía legalmente la máxima autoridad académica. Nada que añadir.

 Tuvo el inspector jefe, a mi entender, el acierto de apuntar directamente a la cúpula del colegio como responsable de ciertas conductas inadmisibles que podían comportar la apertura de expedientes sancionadores. Dio por hecho, posiblemente con razón, que había denuncias no atendidas. Se abrió una investigación a fondo cuyo resultado fue el trasladado forzoso de los acosadores a otros colegios de la zona con aviso de posible pérdida de la escolaridad en caso de reincidencia. Punto final.          

Trascribo del Diario de Mallorca la denuncia de un caso de acoso escolar a un niño de 11 años hace un mes:

Lleva cuatro años aguantando insultos, peleas y escupitajos, mientras los profesores hacen la vista gorda. Las palabras desesperadas del hermano de un menor, víctima de bullying en el colegio Es Puigen Lloseta (Mallorca) han llegado a varias decenas de miles de personas que las han compartido y comentado en las redes sociales. Al parecer, y según explica, el niño cumplió 11 años este miércoles y para celebrarlo acudió al colegio con una tarta. Sin embargo, sus compañeros, en vez que cantarle el cumpleaños feliz, le han cantado “gordo”, “foca”. (…) El niño ha dicho que la vida es una mierda y que no quiere vivir más.

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