miércoles, 26 de noviembre de 2025

Las felicitaciones navideñas

 

Los que pertenecemos a una de las tres categorías de la tercera edad y respondemos que nos encontramos bien a condición de no entrar en más detalles… los viejos, decía, tenemos la prerrogativa de reavivar la memoria histórica de uno de los rituales más tradicionales del eterno retorno: las felicitaciones navideñas.

Una de las formas ancestrales, sobre todo en las capitales de provincia pequeñas, Soria, Segovia, Huesca, Teruel, Cuenca, Ávila, era la visita de cortesía a los amigos de toda la vida. Días antes de Nochebuena nuestros padres nos vestían de punta en blanco, compraban una caja de bombones en la pastelería de la calle principal y a media tarde nos presentábamos en casa de Don Jacinto y Doña Guadalupe. Los hermanos temíamos las dos horas de estatuas sedentes, las tediosas preguntas de Don Jacinto sacadas de una vetusta cartilla de urbanidad y al abrazo del oso rebosante de carmín y perfume de doña Lupe al llegar y al despedirnos. Mañana vienen los de Auñón, recordó nuestra madre.

A los familiares de otra ciudad los llamábamos con los teléfonos negros de baquelita y disco de marcado. Primero había que contactar con la central telefónica provincial y pedir una conferencia. Tras una demora, a veces de horas por las fechas, te avisaban de la central que la línea estaba disponible. Había que hablar con cronómetro porque el precio del minuto era de oro.

Otra forma de felicitación eran las postales con belenes luminosos, árboles nevados o la estrella de los Magos; las más elegantes con motivos en relieve. En el dorso ocupaba más espacio la firma de padres, hijos y abuelos que el texto. Muchas se entregaban en Marzo con las vacaciones de Pascua en ciernes por los retrasos acumulados del reparto.

Con internet el correo analógico fue sustituido por el digital con la misma iconografía navideña. Pero pronto la técnica evolucionó. Había sitios web especializados en crear efectos especiales para que el destinatario, tras pichar el enlace, se quedara atónito ante la octava maravilla de fuegos artificiales, cascadas y apariciones. Fascinados por el invento, tras cambiar nombres y direcciones los reenviaban a golpe de clic a un sinnúmero de allegados, incluidos en la base piramidal los conocidos de tercera y cuarta. Con la irresistible ascensión del efecto rebote surgió un nuevo paradigma felicitario: la mensajería instantánea. Hay numerosas aplicaciones de mensajería, Telegram, Messenger, Snapchat, etc. pero sin duda la más popular es WhatsApp.

El problema de los whatsapps es que diluyen cualquier relación de empatía, de añorar los viejos tiempos y del sano cotilleo. Desaparecen esos signos de complicidad únicos que comparten emisor y receptor. Los mensajes se fabrican en serie por autores anónimos, como los chistes semanales en las oficinas de los setenta; o se copian los que circulan a granel por las redes o los que proceden de los continuos reenvíos de parientes, amigos o conocidos que por alguna razón les parecen originales y los ponen de nuevo en el aire. El resultado es un aluvión de imágenes y vídeos, a menudo los mismos de los pelmazos que te felicitan una y otra vez a partir de los que les llegan y despachan al por mayor. Las matracas se multiplican si estás suscrito a grupos. Si optas por responder puedes dedicar la tarde a los tópicos, emoticonos y emojis industriales. Enviar un whatsapp se convierte en un fin en sí mismo. Lo que importa no eres tú, sino el dudoso ingenio del mensaje. Se convierte en el rollo que no cesa. Puedes estar desayunando en año nuevo con la familia y estar todos enganchados al smartphone. La mezcla de sonidos es delirante, los móviles echan humo de mano en mano (mira este, mira aquel, mira el otro) o se los mandan entre ellos mientras se enfría el café, se quema la tostada y la mantequilla se derrite. Sólo se oyen politonos y refritos musicales de la Guerra de las Galaxias o la Quinta de Beethoven. Siempre me acuerdo de aquella viñeta en la que se veía el típico bar de pueblo lleno de paisanos de torrezno y porrón con un cartel sobre la barra que anunciaba alto y claro: No tenemos wifi, hablen entre ustedes.

Se vive la ilusión de “estar conectados” cuando en realidad cada cual está en su casa consumiendo imágenes sin dueño, aunque sea obligado el acuse de recibo. Tienes que corresponderle con otra ocurrencia o comentar las excelencias del recién llegado. Si no los lees o los borras o no contestas te considerarán un tipo raro, asocial. Cuando te encuentras con tus acosadores te lo echan en cara antes de felicitarte el año. La única excusa es proclamar tu escasa afición a la telefonía celular. En estos días conviene llevar encima tu antiguo Nokia que sólo sirve para llamar y recibir llamadas. Lo muestras orgulloso y al menos te considerarán un fósil pero no un apestado. Pasadas las fiestas todo se olvida. Cuando te los vuelvas a encontrar les muestras el móvil nuevo que te han echado los Reyes ¿Qué tono de llamada le has puesto, te preguntarán los adictos? Llámame a ver qué te parece… Al instante suena un señor don gato cantando con voz estentórea el sonsonete de los niños de San Ildefonso: Todos los años lo mismo, no me ha tocao una m…

domingo, 16 de noviembre de 2025

La cuestión catalana

 

¿Independentistas o constitucionalistas? Dos interlocutores pueden sostener ideas contrarias, sobre un mismo tema y ambos tener razón. Se trata, en el fondo, de la teoría medieval de la doble verdad, una para la fe (Dios existe) y otra para la ciencia (Dios no es necesario), que defendió en el siglo XII el filósofo hispanoárabe Averroes: razón y fe no entran en conflicto irresoluble, sino que abordan la verdad desde perspectivas distintas; una trata de comprender el mundo desde el intelecto, otra de interpretar las verdades reveladas desde la experiencia religiosa. La teoría fue tolerada (o ignorada) hasta que el integrismo islámico se impuso en Al-Ándalus tras su conquista por los almohades. El ilustre filósofo fue desterrado cerca de Córdoba y sus obras prohibidas. Sólo su prestigio intelectual le libró de las mazmorras del califa.

Razón y fe, secesión o unidad. Desde el punto de vista de la lógica en ambos casos lo que se produce es una antinomia, es decir, un recorrido dialéctico cuya solución es que la tesis y la antítesis tienen la misma fuerza probatoria. Esta singularidad del pensamiento se tensiona en la denominada cuestión catalana: conclusión, la unidad indisoluble; conclusión, la independencia irrenunciable. 

Un maestro mallorquín de la lógica, Raimundo Llull, pertrechado con su Ars Magna, dictaría que el nudo gordiano se cierra al argumentar con las mismas pretensiones el constitucionalismo en defensa de la unidad de la nación y el independentismo a favor del derecho de Cataluña a convertirse en una nación soberana. Lo único que puede hacer la lógica, añadiría el maestro, es reunir y exponer los diez argumentos que conforman la antinomia catalana. El resto es ética y política en las que la lógica no entra.

Por un lado, la democracia debe ser el imperio de la ley: si no se aplica por igual a todos los ciudadanos de un Estado no hay democracia.

Por otro, la ley está al servicio de la democracia: es un instrumento que sirve para legitimar las decisiones mayoritarias de un territorio mediante la correspondiente consulta popular o referéndum. 

Por un lado, la decisión sobre la autodeterminación de Cataluña como Estado independiente corresponde a la totalidad del pueblo español.

Por otro, la decisión sobre la autodeterminación de Cataluña como Estado corresponde exclusivamente a los catalanes. 

Por un lado, en un referéndum de independencia sería precisa una mayoría cualificada de al menos dos tercios del cuerpo electoral para declararla válida.

Por otro, bastaría la mayoría simple. 

Por un lado, Cataluña es una nacionalidad histórica, junto con el País Vasco y Galicia, que debe tener un estatuto de autonomía con unas competencias identitarias siempre dentro del marco de la Constitución.

Por otro, Cataluña no es una autonomía sino una nación por razones culturales, económicas, sociales y lingüísticas.

Por un lado, el castellano el catalán son lenguas cooficiales que deben coexistir en igualdad de condiciones y reconocer que el bilingüismo es un privilegio y un valioso patrimonio cultural.

Por otro, el catalán es la lengua materna de los catalanes y el castellano un freno para la construcción de la identidad nacional de Cataluña. El uso de la lengua catalana debe ser general y obligatorio en todos los ámbitos de la vida social, las instituciones oficiales y, sobre todo, en los centros de educación de todos los niveles.   

Por un lado, sólo los tribunales de justicia españoles (incluidos los de Cataluña) son competentes en la aplicación de las leyes.

Por otro, Cataluña debería tener Tribunales Superiores de Justicia no dependientes ni subordinados a los correspondientes españoles. 

Por un lado, es imposible legalmente la integración de Cataluña en la Unión Europea porque, según las normas actuales, la incorporación de un nuevo miembro requiere la aprobación unánime de los miembros actuales. 

Por otro, Cataluña reúne todos los requisitos para integrarse como nuevo miembro en la Unión Europea, una entidad supranacional con capacidad jurídica para cambiar la norma y decidir positivamente sobre tal integración. 

Por un lado, las representaciones diplomáticas acreditadas en el extranjero, sean embajadas, consulados, misiones permanentes u oficinas de enlace solo corresponden al Estado español. Cualquier otro tipo de representación autonómica no tiene carácter oficial.

Por otro, el estatuto de autonomía catalán deberá incluir entre sus competencias identitarias el establecimiento de relaciones diplomáticas oficiales con los países y entidades supranacionales que La Generalitat considere oportunas. 

Por un lado, en cualquier competición deportiva internacional, incluidas las Olimpíadas, la representación oficial corresponde exclusivamente a la nación española.

Por otro, Cataluña debe tener sus propias representaciones deportivas independientes de las españolas, por ejemplo, una selección de fútbol reconocida por la FIFA y la UEFA o un equipo olímpico o delegación reconocida por el C.O.I.          

Por un lado, el derecho de autodeterminación se aplica exclusivamente a la descolonización de un territorio.

Por otro, el derecho de autodeterminación es universal.

lunes, 10 de noviembre de 2025

Representación

 


La ideología política de los partidos en una democracia representativa se ha convertido en doctrina. La ideología deviene una totalidad de significado hermética en la que los hechos se encajan a martillazos. Es justo lo contrario de lo que debiera ser: una reflexión constituyente sobre ideas fundadas. Recuerda a los astrónomos jesuitas que se negaban a mirar por el telescopio para soslayar los descubrimientos de Galileo contrarios a la cosmovisión aristotélica. La política se convierte en un dogma que hay que preservar contra viento y marea (y es más que una frase hecha). Las ocurrencias más inverosímiles, las mentiras más flagrantes son presentadas por la teología política como epifanías. Cuando la ideología renuncia a la crítica tal y como la entiende Kant se transforma en apología, refractaria incluso al sentido común. Lo que acontece en la sociedad civil se deduce al modo de la ética de Spinoza mediante axiomas, demostraciones y corolarios autosuficientes. Y si los acontecimientos los desmienten, peor para ellos, siempre existen formas consagradas de rectificarlos en función de lo que cada partido entiende por bien común según las circunstancias.

En las sesiones parlamentarias el diálogo se transforma en discusión y la discusión en gresca, un remedo patético de la lucha hegeliana de las autoconciencias. La diferencia radical con Hegel es que ahora todo lo irracional es real. En el partidismo no existe un lenguaje observacional común que permita confrontar los argumentos. La clase política se ha convertido en el coro de grillos que cantan a la luna; el Parlamento en una caja de resonancia de discursos paralelos o incompatibles.

El Moi commun de Rousseau construido mediante el derecho al voto responsable suena a retórica gastada. Lo cierto es que cada cuatro años cumplimos con el rito de expresar en las urnas nuestros resentimientos y esperar otros cuatro mientras los partidos disponen a su antojo de la voluntad general. Es preferible la democracia porque nos permite bajar al quiosco de la esquina y comprar el periódico que queremos. Mejor el coro de grillos que cantan a la luna que la bota del soldado desconocido. Por lo demás, resulta lúcida la definición que hizo Marx del voto: Un comentario sentimental y extenuante a los logros de la etapa anterior de poder.

Sabemos desde Maquiavelo que la política tiene un único principio: obtener, mantener y extender el poder. También sabemos que la política no tiene que ver con la ética ni tampoco con la lógica: se puede decir una cosa cuando gobiernas y la contraria en la oposición o insultar al adversario por lo que hay debajo de su alfombra aunque tú seas un duplicado o caer en las contradicciones más confusas porque lo exige la dirección del partido.

Inversamente, la alta política desde Pericles hasta Lincoln se ha basado en el perspectivismo. Un diputado perspicaz debería ser capaz de descubrir diez certezas, diez errores y diez dudas en la misma afirmación. La verdad política es la síntesis racional de las treinta caras de un prisma. Esta unidad de los contrarios impuesta a la historia por el talento de algunos estadistas es lo contrario de las disyunciones excluyentes y la negación de la evidencia que enturbian el arco parlamentario. Enlodamos el caudal de lo posible para adaptarlo al pensamiento único. Los consejeros, esa legión de ideólogos disfrazados de expertos que asesoran a los partidos, controlan los parámetros que influyen decisivamente en los procesos electorales. La inteligencia artificial es lo único que faltaba para el desarrollo de esta perversa ingeniería social. Su función consiste en "direccionar los condicionantes para optimizar el impacto" (sic). Habría que cambiar el sentido del término “representativa” en una democracia puesto que quienes realmente detentan el poder son los poderes fácticos, los poderes universales de los mercados, las tecnológicas y la industria militar y el resto es una mera puesta en escena del concepto de ciudadanía. Cuando el Presidente del gobierno alardea de que la economía española “está que se sale” y es la mejor del mundo según The Economist, es obligado preguntarse a qué economía se refiere.

viernes, 31 de octubre de 2025

Orden y desorden

 

El mundo se divide en dos… uno de los dualismos recurrentes del genial western de Sergio Leone El bueno, el feo y el malo que completo a mi manera: los ordenados y los desordenados.

Según la Biblia, En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra, reinaba el caos y no había nada en ella. Una contradicción puesto que lo más ordenado que puede pensarse es la nada absoluta. Para la ciencia, el mundo natural está ordenado de forma determinista según las leyes de la física clásica, es predecible según el paradigma relativista e incierto, incluso imprevisible, según la mecánica cuántica. La escisión ontológica entre el mundo clásico y el mundo cuántico es cada vez más asombrosa. Alicia en el País de las maravillas. Y queda lo mejor: la aplicación de la computación cuántica a los futuros algoritmos de inteligencia artificial. Cualquier sistema de encriptación podrá ser descifrado en segundos. Ya pueden guardar sus ahorros debajo del colchón.

Más difícil todavía, como en el circo, es aplicar el dicho dualista a las personas. Para empezar, uno no es ordenado toda la vida. He sido desordenado hasta los dieciocho años, aunque ahora encuentro en el orden una fuente de ventajas, incluido el orden de los conceptos, como reza el título del inefable manual de lógica del teólogo Jacques Maritain; sobre todo sé dónde tengo las gafas de leer, el móvil y las llaves ahora que la memoria me empieza a jugar malas pasadas como ir a la cocina y al llegar no saber a qué. ¡Saca la basura, me apuntan! Todavía no he vetado en mis conversaciones familiares la expresión “te acuerdas de”, pero hay recuerdos a los que asiento perdido en el vacío por no alarmar a nadie. Además la memoria a largo plazo, la que suele funcionar mejor con la edad, es la facultad más desordenada que existe. Sus saltos en el tiempo, sus acrobacias de trapecista si red, son a veces agradables y otras nos recuerdan lo que nunca debimos hacer, consentir o impedir.

Tampoco el orden es un rasgo invariable de la personalidad. Nadie es siempre ordenado por una predisposición innata o adquirida. Orden y desorden conviven sin pautas fijas según una ética de circunstancias. Au Bonheur des Dames: se dan casos de mujeres muy ordenadas, pero nunca en todo. Tres ejemplos: el armario ropero, el mueble del baño y el bolso. Vamos con el último. Nunca he comprendido cómo utilizan las señoras el bolso. De acuerdo, son bonitos, elegantes, exclusivos, pero también son causa de disgustos y discusiones. Suena el móvil de profundis. Tras una búsqueda frenética entre invectivas por fin aparece cuando la llamada se ha perdido. En realidad nada grave, aunque lo mejor es quitarse de en medio y evitar consejos o ironías (¡los bolsos tienen compartimentos y nunca cambian de sitio!). Otro drama. Las llaves del coche están en ignorado paradero hasta que aparecen en un ángulo oscuro del bolso. A veces, la búsqueda requiere un volcado completo. Además del monedero y la cartera se esparcen sobre la mesa ingentes cantidades de papel caduco: un comprobante bancario de hace tres años, la garantía medio borrada de una plancha que hace tiempo se tiró al punto limpio, una fotografía de su hijo que ya es padre cuando hizo el Erasmus en Lyon, una multa del coche anterior… En fin, todo un derroche de memoria histórica. La única explicación es que se trata de un efecto secundario de la probada eficacia femenina para hacer varias cosas a la vez, mientras que los varones son incapaces de llevar el carrito de la compra mientras se comen un helado de cucurucho porque se les cae al suelo antes de dos minutos.

Más de caballeros. Habla, memoria. Un compañero, excelente persona, gestor probado como directivo del centro, una cabeza en la que cabía toda la educación reglada, ¡odiaba a muerte los ordenadores! Hace mil años nos matriculamos juntos (por imperativo legal) en un curso a distancia del Ministerio de Educación sobre Internet y las nuevas tecnologías.

- Me meto en esto para no parecer demasiado paleto, me dijo con evidente apatía. A la semana siguiente le pregunté si había enviado al tutor del curso los ejercicios de correo electrónico. Si quieres te echo una mano le dije presintiendo el olvido motivado.

 - He mandado el curso a tomar por… estalló indignado. ¡Para decir "Hola" a tu abuela tienes que estudiarte dos tomos! Prefiero ir a verla y echarnos un rosario. Lo persuadimos, lo ayudamos, lo mimamos y la cosa salió adelante. Recuerdo que una tarde fui a su casa a explicarle como se configuraba una transferencia de archivos a un servidor remoto (el último tema). Tras la interminable apertura de su ordenador me caí al suelo rodando de risa (él después). ¡Era un cajón de sastre! El escritorio estaba saturado de enlaces a ninguna parte, carpetas con el mismo nombre unas dentro de otras hasta tres niveles, muchas vacías, archivos imposibles de abrir, pitidos, alertas y otros desmanes. Posiblemente estaba de virus hasta el cuello. Además tenía un pistolón enorme que su hijo le había enchufado al ordenador porque se había aficionado a matar marcianos. Pero lo mejor del curso fue la traca final. Una noche estaba con el pijama puesto, dispuesto a tragarme El Larguero, cuando sonó el teléfono.

- No puedo conectarme a la red, me dijo mi colega angustiado. He hecho todo lo que dice el manual y nada. No puedo enviar el ejercicio final que hicimos ayer en tu casa y hoy termina el plazo.

Durante una hora repasamos por teléfono los procedimientos. Todo en orden. Hasta que un relámpago iluminó las tinieblas.

- ¿Has conectado el cable del ordenador a la roseta del teléfono? La risa interminable de los dioses sonó al otro lado de la línea. En fin, mi amigo iba por delante de la mecánica cuántica: internet por telepatía.

Tampoco coinciden necesariamente en la misma persona el orden externo y el interno. Uno de mis admirados maestros, catedrático pata negra de enseñanza media, siempre trabajaba entre un enjambre de apuntes desperdigados, libros tirados por el suelo y una inundación de notas sobre la mesa, pero encontraba (y encajaba) todo al instante.

El caso más notable que conozco de armonía perfecta entre desorden interno y externo fue el de mi colega de campus y conocido de primera, el Tatas, ciudadano de la imperial Toledo. Dos hijos. Su madre, una beata anclada en dogmas medievales y supersticiones de segunda mano, adoraba al mayor, un modelo de vida ejemplar (la gente se cambiaba de acera cuando lo veía), mientras que al Tatas no le hacía ni puñetero caso. El padre, un tipo autoritario y amargado, al revés, le dedicaba toda su atención… para abrumarlo con sus monsergas, sacarlo de sus casillas y humillarlo. El Tatas estudiaba filología inglesa en Madrid y vivía en un piso de sus padres en Aluche porque así se lo quitaban de encima. Sólo fui una vez. Ya en el portal sentí el tufillo. Cuando abrió la puerta un olor insoportable me echó para atrás. Debí largarme pero entré por el motivo más fuerte de los homínidos: la curiosidad. Lo que vi me dejó tieso. ¡No tiraba la basura en meses! La montaña de desperdicios llegaba al techo (¡no exagero!). Pero el toque maestro del Tatas era su ars bene vivendi. Había instalado una tienda de campaña en el salón anclada con tacos al suelo. Allí comía (calentaba el laterío y cocinaba los guisotes con un camping gas) y dormía en un saco mugriento. Finalmente, tras varias semanas, denunciado por el vecindario atufado intervino la policía municipal. Su madre, al ver el paisaje, sufrió una crisis nerviosa que requirió ambulancia y el padre sencillamente lo echó de casa. Dejó los estudios y acabó en Ibiza dedicado a la hostelería y me consta que allí ha prosperado y amanece que no es poco.

Dejo para mejor ocasión otras formas del orden: el orden establecido, la gente de orden, el orden en las aulas, el orden arquitectónico e incluso el orden sacerdotal.

domingo, 19 de octubre de 2025

Viajes

 

Mientras escuchaba a Serrat en su mejor álbum el poema de Machado “Las moscas” me sobrevino un motivo para reencontrar la memoria de las edades del hombre: los viajes durante la infancia, la adolescencia, la juventud dorada y esa segunda inocencia de la generación de los 50-60, los boomers. Viajar, escribe Descartes en la primera parte del Discurso del método, consiste en estudiar el gran libro del mundo para adquirir experiencia, observar otras costumbres y, sobre todo, pensar en uno mismo.

De niños viajábamos en vacaciones a la casa heredada del pueblo o a la capital donde vivían los abuelos. Lo cierto es que la partida y el retorno eran lo mismo en sentido cartesiano. Los padres nos imponían sin concesiones a la evolución natural un mundo hecho a su imagen y semejanza. El resto era silencio. Cada vez que cogíamos el correo tempranero, con aquel inconfundible olor a carbonilla y paradas interminables en medio de la nada para comprar barquillos, o AutoRes, el coche de línea en el que incluso con biodramina nos mareábamos en las tortuosas carreteras nacionales, o el Seat mil quinientos con tarteras surtidas de tortilla de patata, pimientos verdes, filetes empanados y termos de agua del grifo para ahorrar parada y fonda… cada vez, decía, un inextricable laberinto patriarcal nos envolvía con sus ídolos. Los padres de los años sesenta no se ocupaban (o no sabían) de sus hijos; una educación sentimental vacía que tenía el inconveniente de convertirnos en huérfanos emocionales y la ventaja de dejar nuestras tiernas mentes llenas de dudas y curiosidad. Sólo los primos y amigos mayores y, sobre todo, las lecturas nos dejaban entrever que existían otras formas de vida inteligente en el planeta.

Pero pasemos a la adolescencia. El primer vuelo fuera del nido coincidía con el final de los estudios de Bachillerato, sexto y reválida, cerca de la mayoría de edad, sobre todo si repetías curso, algo entonces posible. En el viaje que me tocó en suerte fuimos en un autocar contratado por el centro a Toledo, al Monasterio de Piedra y Andorra. Por supuesto, la movida era solo para hombres. Había un instituto masculino y otro femenino. Un ritual de transición donde cambiábamos la tutela parental por la profesoral, ambas autoritarias, aunque algo cambiaba para bien. En esa imprevisible etapa de la rebeldía adolescente éramos capaces de sortear las repleta agenda de visitas culturales que trataban de endosarnos como pretexto del viaje. Mientras Don… abrumaba en la hermosa girola de la catedral de Toledo con sus prolijas explicaciones a una audiencia cazada a lazo, otros abordábamos en la Plaza de Zocodover a unas niñas de un colegio de monjas con chaqueta azul y falda escocesa. Ningún profesor nos pidió más tarde explicaciones por la ausencia. También en este caso lo menos es más. Un amigo mío mantuvo correspondencia con una de aquellas muchachas en flor durante seis años sin que volvieran a verse. Ni siquiera el autor de Pepita Jiménez hubiera podido imaginar algo tan poético e inocente. Entonces, al revés que ahora, sólo iban a las discotecas las parejas terciadas, los recién casados y algún caballero de gracia, mientras que los bachilleres en ciernes nos quedábamos en la pensión, tras pasar lista, con la intención de jugarnos las pesetas a las siete y media y bebernos dos botellas de vermut que habíamos colado de matute. Al terminar la partida, en la que me esquilmaron, nos fuimos cada cual a su habitación doble o triple. Era el tiempo de las confidencias a medianoche. Mi colega, medio beodo, me dijo con voz entrecortada cuando estaba a punto de dormirme que por fin me iba a contar lo que tantas veces había anunciado (y que además de imaginármelo me importaba un bledo). Asentí con un gemido, pues ninguna fuerza de este mundo hubiera podido impedir que lo largara… Me incorporé como impulsado por un resorte. El muy cerdo estaba enamorado hasta los calcañares de la misma chica que yo y la pérfida daba pie vagamente a sus oscuras intenciones (luego supe que era mentira), lo que no se permitía conmigo ni en los sueños más felices. Lo apunté en mi lista negra y no pude pegar ojo hasta convencerme de que era metafísicamente imposible que aquel ángel de amor pudiera darle cuerda a semejante memo. Diez años después supe que se había casado y separado de un piloto de Iberia. Me la encontré en un parque con dos encantadores niños rubios y la misma mirada. L'amour est un oiseau rebelle. En el Monasterio de Piedra, un entorno a la vez agreste y artificial, comprendimos lo lejos que nos sentíamos del lado de nuestros padres. Y todo lo que recuerdo de Andorra son ciertos sentimientos teológicos asociados a los valles pirenaicos, la única calle del principado y una radio barata que sonaba alto y claro en el almacén y enmudeció para siempre en cuanto nos marchamos.

El siguiente viaje coincidió –por imperativo biográfico- con el final de la carrera. Ocho amigos de la facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Madrid (las amigas, los ligues e incluso las novias dijeron que nones a compartir tiendas de campaña) decidimos, al igual que los peregrinos del “Grand tour”, conocer Italia. La memoria involuntaria se detiene un instante en el camarote del barco que nos llevó junto con los coches desde Barcelona a Génova y el bocadillo de jamón que nos zampamos en el camarote antes de acostarnos; el puerto recoleto de Rapallo donde Nietzsche al amanecer se sentaba a escribir su Zaratrustra, el césped brillante del conjunto románico de Pisa, la luz otoñal de la plaza de Siena, las pizzas de Guido, las callejuelas de Venecia al anochecer, la Arena de Verona, las cálidas aguas del Lago di Garda, el camping Michelangelo a las puertas de Florencia y la maravillosa iglesia bizantina de San Vital de Rávena a orillas del Adriático, un viaje que decidió por mí la nueva forma de mirar las cosas.

¿Qué decir de los viajes de la gente mayor? Estoy de acuerdo con Levi-Strauss en que es preferible una sola experiencia etnográfica bien hecha a numerosas observaciones dispersas. Por eso prefiero concentrar mis fondos para viajes en un proyecto internacional al trimestre pero bien planificado: Berlín, Viena, Oslo, Nápoles; un hotel confortable, vuelo regular, museos sin obligaciones, paseos sin prisas, desplazamientos en taxi, gastronomía decente y tiendas sin regateos. A mi edad el cuerpo sólo me pide alegrías. Por eso desde que me jubilé evito los viajes en grupo del INSERSO a Mallorca, Benidorm y el Parque de Doñana. O los de la Comunidad a Londres y París. Quien no debe no vive. Así pues, cuando llegue el día del último viaje (y el tiempo se me acaba) espero morir como he vivido: por encima de mis posibilidades. Después de todo qué es la vida sino un costoso viaje…

miércoles, 8 de octubre de 2025

Las edades del hombre

 

Tuve la suerte de haber estudiado el Bachillerato en la edad de oro de la enseñanza media, ejercido como profesor en la edad de plata de la secundaria (al menos durante los diez primeros años) y jubilado, tras una larga travesía del desierto, en la edad de bronce (una aleación que cada nuevo curso contiene más impurezas). Las aulas en las que me convertí en un bachiller antañón tras aprobar el examen de ingreso, dos reválidas y el Preu nada tienen que ver con las actuales. No insisto más.

Han transcurrido océanos de tiempo desde que en los años sesenta me formé en aquel excelente instituto de provincias. El trámite inicial para acceder a los estudios de Bachillerato, tras la educación primaria, era superar a los diez años una prueba llamada Examen de ingreso. Cuando llegó el momento, a mediados de julio, mis padres me compraron para la ocasión un sombrío traje gris marengo y una corbata que se sujetaba al cuello de la camisa con gomas elásticas. Era el primer año que usaba mis flamantes gafas de miope.

El examen se celebraba en el futuro centro de acogida (el Instituto de Enseñanza Media Alfonso VIII de Cuenca fundado en 1946) y comenzaba a las nueve de la mañana. Allí me dirigí, con una hora de antelación, acompañado de mi madre y mi tía, con el pelo cepillado por enésima vez chorreando lavanda a granel. El conserje, de riguroso uniforme y bigote recortado, nos condujo a un aula fresca y espaciosa donde nos sentamos alternados en las filas de bancos de madera. Enfrente había una tarima sobre la que reposaba una mesa corrida con tres butacas tapizadas de rojo traídas del salón de actos. Detrás de la mesa una pizarra y encima dos retratos: uno del caudillo, otro del primer director del centro, Don Olallo Díaz (cuyo rostro barbudo era un arquetipo) y entre ambos una cruz desnuda. A los diez minutos, tras una tensa y silenciosa espera, entraron los miembros del tribunal: el presidente, el secretario y una vocal, catedráticos curtidos de los de entonces. Nos levantamos movidos por el resorte de un reflejo condicionado. Tras saludarnos lacónicamente, nos invitaron a tomar asiento. Se sentaron y tras leer el presidente las instrucciones comenzaron las tres partes del examen.

La primera, lengua española, consistía en un dictado de diez líneas máximo; te permitían para salir ileso dos faltas de ortografía “graves y una leve y alguna que otra tilde" (sin precisar más). La vocal del tribunal, una réplica de la señorita Rottenmeier, leyó lentamente y con voz plana un fragmento de El Buscón de Quevedo. Subrayo en negrita las dudas atroces que me persiguieron día y noche hasta que salieron las notas.

La bercera (que siempre son desvergonzadas) empezó a dar voces; llegáronse otras y, con ellas, pícaros, y alzando zanorias garrofales, nabos frisones, tronchos y otras legumbres, empiezan a dar tras el pobre rey. Yo, viendo que era batalla nabal y que no se había de hacer a caballo, comencé a apearme; mas tal golpe me le dieron al caballo en la cara, que yendo a empinarse cayó conmigo en una (hablando con perdón) privada.

Al finalizar hizo un bis y nos dejó cinco minutos para repasar.

(Media hora de descanso).

Salimos del aula y fue lo peor. Los padres aguardaban ansiosos en el pasillo; nos apremiaban con preguntas anhelantes, imposibles de responder en un vano intento por tranquilizarse. Por fin, el toque viático de la campana del conserje nos devolvió al encierro para tregua y sosiego de todos.

La segunda parte, matemáticas, consistía en la solución de una división por tres cifras y la prueba del nueve para comprobar el resultado. Obviamente, tenías que hacerlo bien bajo pena capital, pues los traspiés aritméticos no admiten grados ni matices. Como el resultado me salió redondo, sin odiosos decimales, signo inequívoco de la condenación, me convencí de que mi respuesta tenía bastantes posibilidades de ser correcta. Además, la prueba del nueve era mi especialidad.

(Otro enervante alto en el camino).

Por fin, la prueba de cultura general. Esta vez nos quedamos fuera del aula. El secretario con voz tonante nos llamaba por orden alfabético: salía uno y entraba otro. Los más tardíos salían lívidos y se echaban en brazos de su madre que apenas ocultaba las lágrimas. El turno me llegó a mitad de la mañana porque mi apellido empieza por ele. Entré con ánimo reforzado por la prueba del nueve. De pie, desde las alturas me interrogó el presidente, un hombre mayor, canoso y con cara de pocos amigos.

- Cíteme a tres pintores españoles, me espetó sin más preámbulos.

- (Respiré aliviado y bendije a mi abuelo por haberme llevado tantas veces, además de al estadio Metropolitano, al Museo del Prado).

- Velázquez, Goya y el Greco, le dije, muy crecido en el castigo.

El Secretario insistió.

- Puedes decirnos un cuadro de cada uno.

- El Cristo crucificado de Velázquez (ante el cual mi abuelo, hombre de fe, rezaba con emoción). Los fusilamientos del dos de mayo (me equivoqué por un mes) de Goya y El entierro del Conde Orgaz (me comí el “de”) de El Greco.

- ¿Los has visto alguna vez de verdad? (me preguntó la señorita Rottenmeier).

- Sí, los he visto en el Museo del Prado con mi abuelo.

- ¿Todos? (disparó el secretario).

- Los dos primeros muchas veces. El último no. Puede que esté en el Prado pero no lo sé (susurré débilmente).

Se miraron. Parecieron darse por satisfechos y me dieron permiso para salir del aula.

A los diez días mi padre que había ido a consultar las listas sin avisar a nadie por si acaso me dijo que me habían calificado con APTO. Como supe más tarde en el tablón sólo había dos notas además de una considerable escabechina. En Octubre de ese mismo año empezó mi andadura por las Enseñanzas Medias, un largo recorrido que ha durado toda mi vida hasta el día de mi jubilación. Después he seguido por libre.

viernes, 26 de septiembre de 2025

El voto de la generación Z

La generación Z o centennials incluye a los nacidos aproximadamente entre 1997 y 2012. Según Luis Rodón, profesor de Ciencia Política de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona una cuarta parte de los jóvenes de la generación Z votan a los partidos de la derecha populista radical, es decir, a la extrema derecha. Los recientes barómetros de intención de voto (incluido el CIS que ya es decir) confirman que la derecha conservadora y la extrema derecha recogerían gran parte del voto de los jóvenes entre 18 y 34 años, con el partido de Santiago Abascal como el preferido en ambas franjas. También, según los mismos datos, los varones españoles son en términos electorales el doble de conservadores que las mujeres. No solo ocurre en España: esta brecha de género en la distribución del voto también se da en Estados Unidos, Alemania, Francia o el Reino Unido según estadísticas presentadas por el Financial Times. Todo apunta a un cambio que hace tan solo unos años habría sido difícil de imaginar.

Hay diversas causas que explican por qué los jóvenes se parecen más a sus abuelos recalcitrantes que a sus padres. Entre las remotas se ha señalado el impacto del Covid-19 en el comportamiento político de los centennials. Los jóvenes pasaron gran parte del confinamiento enganchados a las redes sociales donde el populismo radical tiene una eficacia probada para exprimir los agravios del sistema mediante múltiples formas de desinformación sin ofrecer soluciones concretas. Asimismo, un estudio publicado por el Centro de Riesgo Sistémico de la London School of Economics concluyó que las personas que han sufrido epidemias entre los 18 y 25 años desconfían de sus líderes científicos y políticos. Esta pérdida de confianza persiste durante años, incluso décadas, en parte porque la ideología política tiende a solidificarse a los 20. Cuestionable. Cabe aducir que también es la edad en que comienzan a pensar en serio con su propia cabeza.

Otra causa es el desencanto con la política. Sienten que los poderes públicos los han abandonado. Muchos centennials se consideran una generación marginada, desorientada, sin futuro. La falta de soluciones laborales, el problema insoluble de la vivienda que no les permite independizarse del hogar paterno hasta la treintena promueve, al revés de lo ocurrido en el movimiento del 15M, soluciones de ruptura desde ideologías autoritarias con un impacto emocional directo sin argumentos ni propuestas concretas. Ahora ser rebelde es ser de derechas.

Más causas: entre los afortunados que consiguen por méritos propios, los JASP (jóvenes aunque sobradamente preparados) un puesto de trabajo con currículos deslumbrantes, dos carreras, tres idiomas, cuatro masters, crece el descontento porque solucionan los problemas a los ejecutivos de los pisos altos, atornillados al sillón desde tiempo inmemorial, sin que se mueva el ascensor de las promociones y el consiguiente aumento de los salarios y los bonus. Un panorama pesimista para el resto de los normales. El estudio, la formación, el compromiso con la cultura del esfuerzo… ¿Para qué?  

Prescindo del tópico intelectual de que el pensamiento crítico ha sido desplazado por el pensamiento único. Demasiado teórico. Lo cierto es que los jóvenes se han decidido por un comprensible pragmatismo ideológico. A esta altura determinada de los tiempos es evidente que no son los políticos quienes controlan el poder. La socialdemocracia es una especie en peligro de extinción en la añorada “Europa de los ciudadanos”. En España la derecha la considera una aberración. El Estado del bienestar es historia irreversible y, según el populismo ultra un atentado a la auténtica justicia social. Más a la izquierda, los idearios neocomunistas son inviables e hipócritas. Nadie se los toma en serio, ni los poderes fácticos ni sus propios fundadores que al final viven en pisos de muchos metros cuadrados con servicio, tienen cuentas saneadas, colocan a sus familiares y llevan a sus hijos a colegios privados. Se han convertido en políticos profesionales. Los únicos partidos sostenibles, con credibilidad funcional son los que gestionan de forma eficiente los intereses de los poderes fácticos: las derechas gobiernan porque hacen lo que cumple a los mercados y cuanto más a la derecha mejor. Por eso los centennials, sabedores de “lo que hay”, un darwinismo social elevado a los altares como ley natural, votan para que los poderosos escuchen a sus mensajeros vigilados y promuevan puestos de trabajo aunque sea en condiciones precarias. A veces tan abusivas que resultan inaceptables excepto para los inmigrantes. Por lo demás, la antigua moral calvinista, ahora laica, de la auto explotación en el trabajo como paradigma de realización personal ha caducado.

Tarik Abou-Chadi, profesor de Política Europea en la Universidad de Oxford, cree que, a medio plazo, podría producirse incluso un cambio de rumbo aún más acentuado: En cuanto los partidos más tradicionales empiecen a renunciar al “cortafuegos” o cordón sanitario, la extrema derecha empezará a canibalizar al centroderecha. Es muy probable que en la mayoría de los países europeos, los partidos de extrema derecha sean el principal partido de la derecha, acaso ya lo sean.

domingo, 14 de septiembre de 2025

Le temps des cerises

 

L’été, c’est le temps des cerises. Le temps des cerises, paroles de Jean-Baptiste Clément, musique d'Antoine Renard, composée en 1866, est une des chansons populaires françaises les plus connues et dont il existe de nombreuses interprétations grâce à son intense lyrisme et à une très belle mélodie.

Cette chanson est fortement associée à l’esprit de la Commune de Paris. La tradition affirme qu’elle fut dédiée par les auteurs à une jeune infirmière exécutée pendant la Semaine Sanglante, lorsque la Commune fut vaincue par l’armée française.

Louise Michel, une anarchiste connue et actrice principale des événements de la Commune, a écrit un livre nommé La Commune: Histoire et souvenirs (1898).

Voici un fragment :

Au moment où vont partir leurs derniers coups, une jeune fille, venant de la barricade de la rue Saint-Maur, arrive en offrant ses services : ils voulaient l'éloigner de cet endroit de mort, elle resta malgré eux. Quelques instants après, la barricade, jetant en une formidable explosion tout ce qui lui restait de mitraille, mourut dans cette décharge énorme... 

Le temps des cerises est surtout une jolie chanson d’amour dont le sens symbolique se base sur une comparaison : les cerises évoquent le sang des révolutionnaires morts pour la liberté et aussi le drapeau rouge de la Commune. En plus, elles rappellent la douceur du fruit mûr et l’ambiance de fête pendant l’été. 

Voici les paroles de la chanson et une traduction que j'ai me permis de faire. 

Quand nous chanterons le temps des cerises
Et gai rossignol et merle moqueur
Seront tous en fête
Les belles auront la folie en tête
Et les amoureux du soleil au cœur
Quand nous chanterons le temps des cerises
Sifflera bien mieux le merle moqueur

Mais il est bien court le temps des cerises
Où l'on s'en va deux cueillir en rêvant
Des pendants d'oreille...
Cerises d'amour aux robes pareilles 
Tombant sous la feuille en gouttes de sang...
Mais il est bien court le temps des cerises,
Pendants de corail qu'on cueille en rêvant !

Quand vous en serez au temps des cerises
Si vous avez peur des chagrins d'amour
Évitez les belles !
Moi qui ne crains pas les peines cruelles
Je ne vivrai point sans souffrir un jour...
Quand vous en serez au temps des cerises
Vous aurez aussi des peines d'amour ! 

J'aimerai toujours le temps des cerises
C'est de ce temps-là que je garde au cœur
Une plaie ouverte !
Et Dame Fortune, en m'étant offerte
Ne pourra jamais fermer ma douleur...
J'aimerai toujours le temps des cerises
Et le souvenir que je garde au cœur !

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Cuando cantemos al tiempo de las cerezas
El alegre ruiseñor y el mirlo burlón
Todos estarán de fiesta.
Las bellas tendrán la locura en la cabeza
en el corazón los enamorados del sol.
Cuando cantemos al tiempo de las cerezas
El mirlo burlón todavía cantará mejor.
 
¡Pero qué fugaz es el tiempo de las cerezas
Cuando vamos los dos soñando a recoger zarcillos.
Cerezas de amor parecidas a vestidos
Que caen sobre las hojas como gotas de sangre…
Pero el tiempo de las cerezas es muy corto,
Pendientes de coral que se recogen soñando!
 
¡Cuando estéis en el tiempo de las cerezas,
Si tenéis miedo a las congojas de amor,
Evitad a las mujeres hermosas!
¡Pero yo, que no temo a las penas crueles,
No viviré un solo día sin sufrir.
Cuando estéis en el tiempo de las cerezas
También vosotros tendréis penas de amor!
 
¡Siempre amaré el tiempo de las cerezas.
De ese tiempo guardo en mi corazón
Una herida abierta.
Y ni siquiera la Señora de la Fortuna, aunque me sea propicia,
Podrá jamás cerrar mi dolor…
Amaré siempre el tiempo de las cerezas
Y el recuerdo que conservo en mi corazón!

Yves Montand, Le temps des cerises

Le lien en YouTube interprétée par Yves Montand

https://www.youtube.com/watch?v=ncs4WlWfIZo