domingo, 7 de marzo de 2010

Andrea Chénier, La mamma morta





El 25 de Julio de 1794, el hijo más ominoso de la Revolución recorre París: el Terror. Su gran administrador es el ciudadano Robespierre.
A la caída de la tarde un grupo de prisioneros de la prisión de Saint-Lazare es conducido en carro a la Barriére de Vincennes para ser ejecutados públicamente en la guillotina. Entre ellos se encuentra el poeta André Chénier.
Alfred de Vigny amigo suyo, narra de este modo los últimos instantes del condenado.

La carga era tan pesada que tres caballos no podían arrastrarla. De hecho, y esa era la causa del ruido, a cada paso el coche se detenía y el pueblo gritaba. Los caballos retrocedían unos sobre otros y la carreta se veía como asediada. Entonces, por encima de sus guardianes, los condenados tendían las manos a sus amigos. Parecía una pequeña embarcación sobrecargada a punto de naufragar…
La carreta seguía paso a paso, lentamente, chocando, deteniéndose, pero sin remedio hacia adelante. Las tropas iban siendo cada vez más numerosas a su alrededor. Entre la guillotina y la libertad una masa de bayonetas resplandecía.
El pueblo cansado de tanta sangre, irritado, murmuraba más que al comienzo del terror, pero actuaba menos. Yo temblaba, mis dientes castañeteaban.
Cogí de nuevo el catalejo y volvía a ver a los desdichados de a bordo que miraban por encima de las cabezas de la muchedumbre. Habría podido contarlos en ese momento. Las mujeres me eran desconocidas. Distinguí a unas pobres campesinas pero no a las mujeres que temía que estuvieran. A los hombres los había visto en Saint-Lazare. André charlaba mirando la puesta del sol. Mi espíritu se unió al suyo y mientras mi ojo seguía de lejos el movimiento de sus labios, mi boca pronunciaba en voz alta sus últimos versos:

Como un último rayo, como un postrer céfiro
Animan el final de un hermoso día,
Así al pie del cadalso taño una vez más mi lira.
Tal vez mi hora no esté lejana.

De golpe, un movimiento violento que hizo Chénier me obligó a dejar el catalejo y a mirar a la plaza en su conjunto. Los gritos habían cesado. El movimiento de la muchedumbre se había detenido de repente. Los muelles atestados se estaban vaciando; en los extremos de la plaza corrían, como huyendo, en medio de una gran polvareda. Las mujeres se cubrían las cabezas y protegían a sus hijos con los vestidos. La cólera se había apagado. Estaba empezando a llover. Nadie intentaba impedir nada. Los verdugos aprovecharon el momento de confusión reinante. El mar estaba en calma y la horrible barca acabó por arribar a buen puerto. La guillotina levanto su brazo.
En ese momento no se oyó voz alguna, no se percibió ningún movimiento en toda la extensión de la plaza. Sólo el ruido claro y monótono de la abundante lluvia, como el de una inmensa regadera. Enormes chorros de agua se extendía delante de mis ojos y surcaban el espacio. Mis piernas temblaban y me tuve que poner de rodillas.
Yo miraba y escuchaba conteniendo la respiración. La lluvia era aún lo bastante trasparente para que mi lente me permitiera distinguir el color del vestido que se elevaba entre los postes de la guillotina. Veía una luz blanca entre el brazo y la tajo, y cuando una sombra invadía este intervalo cerraba los ojos. El grito tremendo de los espectadores me avisaba y los abría de nuevo. Treinta y dos veces bajé la cabeza de esa manera, rezando en voz alta una oración desesperada que ningún oído humano oirá jamás y que yo solo pude concebir.
Tras el trigésimo tercer grito pude ver el traje gris de André de pie. Esta vez me resolví a honrar la valentía de su genio soportando con coraje el espectáculo de su muerte, así que me levanté.
La cabeza rodó y lo que había ahí dentro se fue con la sangre.

La obra Andrea Chénier de Umberto Giordano (1867-1948) es una recreación operística de la vida, el amor y la muerte del poeta, aunque sin excesivas licencias argumentales, ya que tanto la música como el libreto se enmarcan en la denominada corriente verista, cercana en sus planteamientos estéticos al naturalismo narrativo.
Sin duda, el aria más famosa de esta ópera es el número 23d, La mama morta, en la que Maddalena, la amante de Andrea, relata a Gérard (un antiguo criado que la desea obscenamente) las desdichadas circunstancias de la muerte de su madre, una aristócrata asesinada vilmente en su propia casa por los esbirros de Robespierre.

La mamma morta m’hanno alla porta
Della stanza mia: moriva e mi salvava!
Poi a notte alta io con Bersi errava,
Quando ad un tratto un livido bagliore
guizza e rischiara innazi a’passi miei
la cupa vía! Guardo!
Bruciava il loco di mia culla!
Così fui sola ¡ E intorno il nulla!
Fame e miseria! il bisogno, il periglio!
Caddi malata, e Brsi, buona e pura,
Di sua belleza ha fatto un mercato,
un contratto per me!
Porto sventura a chi ben mi vuolo!
(ad un trato, nelle pupille di Maddalena si effonde
Un aluce di suprema gioia)
Fu in quel dolore
Che a me venne l’amor!
Voce piena d’armonia e dice:
“Vivi ancora! Io son la vita!
Ne’miei occhi è il tuo cielo!
Tu nos sei sola!
Le lacrime tue io le racolgo!
Io sto sul tuo camino e ti sorreggo!
(Con entusiasmo)
Sorridi e spera! Io son l’amore!
Tutto intorno è sague e fango?
Io son divino! Io son l’oblio!
Io sono il dio che sovra il mondo
Scendo da l’empireo. Fa della terra
Un ciel! Ah!
Io son l´’amore, io son l’amor, l’amor”
E l’angelo si accosta, bacia,
E vi bacia la morte!
Corpo di moribuda e il corpo mio,
Prendilo dunque.
Io son giá morta cosa!
(Il cittadino Cancelliere si avvicina a Gerard. Gli pone innanzi alcuni flogli scritti e ritorna al suo stanzino. Gérard prende il fogli lasciati dal Cancelliere e vi butta gli occhi sopra. È la lista degli accusati. Un nome gli balza súbito agli occhi, quello di Chénier).

Hay muchas versiones de esta hermosa aria. Hemos escogido la archiconocida de Maria Callas. Su voz no es tan redonda, tan aterciopelada ni perfecta como la de otras famosas sopranos, como Renata Tebaldi o Mirella Freni; sin duda es más aguda, “chillona”, desusada, pero su interpretación es arrebatadora y, en definitiva, única e inolvidable.

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Umberto Giordano, Andrea Chénier
José Carreras, Eva Marton, Piero Cappuccilli, Silvana Mazzieri, Nella Verri
Teatro alla Scala. Milan
Riccardo Chailly
Teatro alla Scala, 1985

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