Conviene recordar que el lenguaje cotidiano incorpora conceptos
metafísicos imprescindibles para orientar la acción e indagar
el sentido de la vida. Entre otros, los de persona, razón, conciencia moral, valor,
libertad, voluntad... Si lo piensan bien, no tienen significados aislados, sino dependientes,
relacionados entre sí por vínculos comunes. Ninguno tiene contenido empírico
corroborado (¿alguien se ha encontrado alguna vez un valor en el ascensor o a
la libertad en una terraza del barrio de Salamanca?). Los intentos académicos
de reducirlos a términos empíricos (si lo son) de las ciencias humanas
(psicología, sociología, antropología cultural) no han prosperado: personalidad,
aprendizaje, inteligencia emocional, subcultura de clase, proceso de
socialización, mitos ancestrales, entre otros... pueden dar vueltas alrededor de lo que entendemos
por conciencia
moral, pero no la explican de modo convincente. Tales conceptos metafísicos
forman parte del núcleo duro de la historia del pensamiento y han sido tratados
profusamente por la mayoría de los autores, corrientes y escuelas. La pregunta
es: ¿Merece la pena, a esta altura determinada de los tiempos, rompernos la
cabeza con meditaciones metafísicas sobre tales conceptos? ¿Es aun posible y
válido su uso
filosófico?
Decía el segundo Wittgenstein y sus seguidores de las universidades de Cambridge y Oxford que el lenguaje ordinario está bien hecho, en perfecto orden y, por tanto, no hay que forzar su gramática. Los términos y expresiones del lenguaje están bien como están. La función de la filosofía, para Wittgenstein, no consiste en resolver los problemas filosóficos sino en disolverlos. Como dice expresivamente La misión de la filosofía es mostrar a la mosca que ha quedado atrapada a encontrar el agujero de la botella para que pueda escapar. Tiene, por tanto, una función terapéutica ya que los problemas filosóficos son, en la forma y en el fondo, malentendidos lingüísticos. Su función es restablecer el uso correcto del lenguaje. El filósofo debe tratar las preguntas metafísicas como una enfermedad gramatical. Los conceptos abstractos son especialmente sensibles a este mal endémico. Los filósofos, según Wittgenstein, son muy propensos a desviarse del sentido de una palabra, perderse en un sobresentido y acabar en un sinsentido. Piensen en el uso de la palabra verdad en estos tres enunciados: La verdad es que la filosofía les interesa poco a los alumnos de bachillerato. Hay una verdad científica y otra filosófica. La verdad de la filosofía consiste el proceso de producción efectiva de sus propios conceptos. Después apliquen la conclusión al tema que nos ocupa.
La
disolución de los problemas metafísicos depende de la comprensión precisa de
los abusos y malentendidos de la gramática; o lo que es lo mismo, aclarar el
modo en que sus reglas han sido violentadas. Su labor consiste en esclarecer
cómo y por qué el lenguaje ha originado un problema donde no lo había.
Wittgenstein lo expresa del siguiente modo: La filosofía es la batalla
contra el aturdimiento de nuestra inteligencia por medio del lenguaje.
La
existencia de un problema filosófico es el síntoma de una patología
lingüística. Esquivar la gramática nos conduce inevitablemente a un callejón sin salida. La única solución a tales embrollos es su eliminación: si demostramos
que el problema tiene su origen en una utilización anómala de ciertas reglas
semánticas, sintácticas o pragmáticas y lo devolvemos a su uso correcto, el malentendido
se desvanece. Un problema filosófico revela que algo funciona mal en el
lenguaje y la tarea de la filosofía es detectar la razón por la que sucede para
impedirlo. Como dice Wittgenstein, Los problemas
filosóficos surgen cuando el lenguaje se va de vacaciones. Por
consiguiente, podemos usar cuantas veces queramos y en todos los contextos los
conceptos de persona, razón, conciencia moral, valor, libertad,
voluntad, siempre que no forcemos su gramática. La definición del Diccionario de la Real
Academia Española de la Lengua es suficiente para entendemos sin
demasiados problemas de comunicación. Por ejemplo,
la RAE define la conciencia moral como Conocimiento interior del bien y
del mal y la voluntad como Facultad de decidir y ordenar la
propia conducta. Nos vale, lo compramos, a charlar que son dos días y lo demás son cuentos.
La
contrapartida del segundo Wittgenstein y sus seguidores es que
la filosofía se hace el haraquiri. Filosofar es no filosofar. Su función consiste en suprimir los
problemas filosóficos… y eso puede resultar aburrido, arriesgado y además
imposible.
Para mí, el concepto filosófico más complejo y enigmático es el de voluntad. Hablamos como si tuviéramos realmente una facultad que nos permitiera elegir y decidir libremente (pepino metafísico) sobre los valores que guían la acción (otro pepino metafísico) y que la razón práctica (más pepinos metafísicos) previamente ha sometido a su alto tribunal. El tema recurrente del voluntarismo en la historia de las ideas podría ser la ocasión de otro artículo, aunque en una dirección radicalmente distinta a la expuesta. Sólo la afirmación de la voluntad de poder o su contrario pueden explicar el triunfo de Nadal en el Open de Australia o el descenso a los infiernos del atlético de Simeone.
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